GASPAR HASTA LOS 10 AÑOS
Nace Gaspar el 12 de enero de 1871 en Berchtesgaden, conocida aldea
alemana, situada en el sureste del país y, por
ello, perteneciente a la región de Baviera.
Ocupa el segundo lugar en una numerosísima
familia de dieciséis hermanos. Es el mayor de
los varones. Lo bautizan el mismo día de su
nacimiento. Dice con gracejo, a este respecto,
su biógrafo: «En aquel pueblo, no querían
que un pagano pasara la noche entre ellos»;
y menos en el seno de aquella familia que era,
de verdad, ejemplar en lo humano y en lo
cristiano.
El cabeza de familia se llamaba Gaspar Stanggassinger y la madre
Crescencia Hamberger. El padre era un labrador
acomodado y propietario de una cantera. Hombre
hábil y enérgico. Durante muchos años desempeñó
cargos públicos a nivel local. A la vez, hombre
de profundas convicciones religiosas.
La madre era una muy buena esposa y madre; de espíritu alegre y
profunda piedad, gran creyente y educadora
cristiana de sus hijos. De ella dirá más tarde
su hijo, nuestro Gaspar: «Desde la
infancia ella me supo conducir a Dios».
El pequeño Gaspar comienza la escuela a los seis años. Era un niño
agradable, como cualquier otro, pero en él
comenzaba ya a despuntar un tesón y una
responsabilidad poco comunes en tan tierna edad.
De un talento normal, aunque, unos años más
adelante, encontrará dificultades para el
estudio. Los vencerá merced a su fuerte
voluntad.
Desde muy pequeño siente el deseo de ser sacerdote; lo mantiene
siempre hasta llegar a alcanzarlo. Ya antes de
los nueve años venía sintiendo y manifestando
tal deseo, pero a esta edad nos encontramos con
un hecho que a muchos les puede sorprender. Es
éste: en su diario nos contará que algo muy
especial le pasó mientras ayudaba a misa el 21
de noviembre de 1880, y escribe así: «Vocación
sacerdotal. Dios quiere que yo sea sacerdote».
A partir de aquella fecha, nos dirán sus familiares, son más
frecuentes sus visitas, para rezar, a la capilla
del Calvario que está cerca de su casa. Todo
esto va sucediendo en el marco incomparable de
Berchtesgaden y sus contornos. Lugar
privilegiado de la naturaleza y que, sin duda,
contribuyó a formar el noble carácter de
Stanggassinger. Berchtesgaden era, por aquel
entonces, una aldea de unos dos mil habitantes
con hermosos y pintorescos alrededores. A su
vera, el lago Königsse lugar de recreo para los
turistas de entonces y de ahora. Encantadores
valles y majestuosos montes alpinos. Entre estos
montes el Schonfeldspitz, el Selbhorn, el
Hochkalter, el Watzmann, el Alto Goll, el
Hochthron. Todos ellos con más de 2.500 metros
de altura sobre el nivel del mar, si exceptuamos
al último que asciende sólo a 1975 metros.
Alturas considerables para los que tratan de
escalarlas desde Berchtesgaden, ya que esta
localidad se encuentra a seiscientos metros
escasos sobre el nivel del mar. Una comarca
hermosa de verdad. Gaspar la comenzó a recorrer
ya desde niño, pero sobre todo durante sus años
de joven estudiante. Con otros jóvenes dedicará
buena parte de sus vacaciones a recorrer todos
aquellos parajes y conquistar, una y otra vez,
aquellas majestuosas cimas desde donde le
encantará rezar el Rosario a María.
Con razón escogería más tarde Adolfo Hitler estos lugares para solaz y
descanso. Aquí pasaba largas temporadas.
¡Lástima que aquellas hermosuras de la
naturaleza no fueran capaces de cambiar los
instintos de aquel hombre!
SUS TRES PRIMEROS AÑOS EN FREISING
Gaspar ya tiene diez años. Sus padres buscan un lugar donde su hijo se
forme intelectualmente mejor que en el pueblo.
Deciden mandarlo a Freising. Allí reside el
sacerdote Roth, amigo de la familia
Stanggassinger por haber estado de coadjutor en
Berchtesgaden. Este sacerdote se compromete a
alojar al niño en su casa. Desde allí irá todos
los días a clase. El sacerdote Roth vivía con
dos hermanas que, desde el primer momento,
acogieron a Gaspar con cariño y se preocuparon
de que se encontrara allí como en su propia
casa.
Las dificultades vinieron por otra parte. Acusó el cambio de nivel en
los estudios. Las matemáticas, de modo especial,
le resultaban difíciles. Se aplicaba, pero no
sacaba los frutos deseados. Algún profesor llegó
a indicarle que aquel no era lugar para él y
hasta le aconsejó que se volviera a su casa. Su
mismo padre lo amenazó con llevarlo
definitivamente al pueblo si no sacaba adelante
el curso. El niño lloró, rezó, pero no se
acobardó. A base de trabajo salió a flote el
primer año y, merced al esfuerzo y a la
constancia, superó los estudios en los dos años
siguientes; no como niño prodigio, pero sí con
unos resultados normales. Además, se hizo querer
por todos: profesores, compañeros y, sobre todo,
por el sacerdote Roth y sus hermanas.
INTERNO EN EL SEMINARIO DE FREISING
Al llegar a los trece años, Gaspar es admitido,
como interno, en el seminario menor de Freising.
Deja, pues, la casa del sacerdote Roth. Él tiene
clara su meta; no es otra que el sacerdocio. Por
eso, tanto sus padres como él piensan que aquel
es el lugar adecuado para prepararse.
De este tiempo en el Seminario, nos dirán más
tarde sus compañeros que «irradiaba una
cordialidad atrayente y que siempre se le
encontraba alegre». Por los mismos
compañeros y por los profesores sabemos que
seguía sin ser un chico prodigio en los
estudios, pero sí un muchacho espontáneo y
sencillo, muy natural en el trato y siempre
dispuesto a compartir con los compañeros los
juegos y las múltiples ocupaciones y
preocupaciones estudiantiles. Las dificultades
que, años atrás, tenía para el estudio,
comienzan a desaparecer desde su ingreso en el
Seminario. El primero de la clase no, pero sí
uno de los aventajados. Esto debido, sobre todo,
a su tesón y tenaz aplicación. Teniendo siempre
presente su meta, se esforzaba, en aquel
ambiente propicio del Seminario, por unirse cada
vez más a Dios en la oración. Le gustaba hacer
de sacristán y monaguillo, preparando el altar y
ayudando a misa. Esto, tanto en el Seminario
como en el pueblo, durante las vacaciones. Era
frecuente verle ante el Sagrario de la capilla
durante los ratos libres.
En este marco de preparación para el sacerdocio,
hay que enmarcar el voto de castidad que a sus
dieciséis años hizo con permiso de su confesor y
profesor, el sacerdote Plenthner. Por esta
época, 1887, comienza a escribir un diario
espiritual que, bien examinado, nos va dando los
quilates de su personalidad. Por este diario
sabemos que era muy dado a acudir al
Espíritu Santo, de quien dice recibir todo
y al que invita insistentemente para que «entre
en su corazón». Le pide también, fuerzas a
fin de «estar siempre atento para conocer
el bien y la verdad, y rechazar y aborrecer el
mal y la falsedad».
Por su diario y por otros testimonios sabemos
que a los dieciocho años tuvo la enfermedad del
tifus. Estas fiebres tifoideas pusieron a Gaspar
al borde de la muerte, pero recuperó la salud y
de modo más rápido de lo normal. Muchos lo
atribuyeron a intervención divina. La enfermedad
le sirvió para entregrarse desde entonces más a
Dios. Tanto que, en adelante, en sus escritos,
al referirse a ella, nos dirá que en la
enfermedad encontró su «conversión».
Mas nos dice que fue en esta ocasión cuando vio
con mucha claridad «la necesidad de
refugiarse en el Corazón de Dios y de
ponerse enteramente en sus manos».
El mismo año de las fiebres tifoideas, pasó por
otra experiencia que apuntaló e hizo más firme
aquella «conversión»: los ejercicios
espirituales que, en las vacaciones, practicó
bajo la dirección del jesuita padre Franz
Hattler, gran propagador de la devoción al
Corazón de Jesús. Su amor y entrega a Jesús
se fortalecieron. El jesuita sabía encauzar bien
esta devoción ya que Gaspar no se andaba por las
ramas al referirse al Corazón de Jesús.
Escribe: «Tengo que dirigirme a Él y
amarlo con un amor enérgico». Y cuando
sigue nombrando al Corazón de Jesús, lo
hace pensando en el Dios-Encarnado,
hecho hombre por amor a los hombres y amándolos
hasta morir por ellos en la Cruz.
De esta perspectiva cristocéntrica arrancan sus
reflexiones escritas, y que luego llevará a la
práctica: «Si Dios me ha amado tanto, yo
tengo que responderle con la misma moneda. Si
Dios ha amado así a los hombres, yo los tengo
que amar igual y sobre todo a los más pobres,
pequeños y necesitados».
Otro dato que consigna, varias veces, en su
diario durante estos años: su modo de pasar las
vacaciones. Además de ayudar en los quehaceres
de la casa, tenía una maña especial para reunir
grupos de muchachos y jóvenes. Con ellos
organizaba excursiones por aquellos montes
alpinos que se elevan majestuosos por los
alrededores de Berchtesgaden. Largas caminatas y
costosas escaladas, con la recompensa de poder
contemplar, desde las alturas, la maravilla de
la naturaleza, tan pródiga en hermosura por
aquellos lugares. Tenía Gaspar un don especial
para que sus compañeros escucharan sus
reflexiones religiosas y aceptaran con gusto el
rezo del rosario y la visita a las iglesias de
los poblados por los que pasaban. Una capilla de
montaña era la preferida y frecuentemente pasaba
a ser el centro de aquellas excursiones. Sanas
maneras de pasar gran parte de las vacaciones
que recordarán todos, más tarde, como «inolvidables».
Para concluir la reseña de estos seis años,
consignamos que el 7 de agosto de 1890 termina
Gaspar Stanggassinger su estancia en aquel
Seminario Menor con la obtención del «Diploma
de Bachiller». Camino de Berchtesgaden, se
detiene en Munich, como hacía siempre a la ida y
a la vuelta de las vacaciones, para visitar a la
Madre de Dios en la iglesia del
hospital Herzog. Llegado a Berchtesgaden, compra
una pequeña talla de la Virgen de
Oberkalberstein. Era una muestra de devoción y
agradecimiento a María al terminar el
bachillerato. Todos los años anteriores, antes
de partir camino de Freising para comenzar el
curso, se dirigía a la localidad de
Oberkalberstein para postrarse ante la Virgen
allí venerada y encomendarle su nuevo curso.
EN EL SEMINARIO MAYOR DE FREISING
Durante los años precedentes, Gaspar había
tenido ya muy clara la meta que pretende
alcanzar: él había estado y seguía preparándose
concienzudamente para ser sacerdote. Pero ahora,
al terminar los cursos de Humanidades, se
presentaba en cierto sentido, la hora de la
verdad, ya que, a partir de este momento, los
nuevos estudios tenían que ser acordes con lo
que pensara ser el día de mañana.
Hubo quien trató de insinuarle otros derroteros
pero él les prestó oídos sordos. En su diario
escribirá a este respecto: «Desde muy
niño, siempre mi intención ha sido la de ser
sacerdote». Su sitio pues, estaba bien
claro: el Seminario Mayor para comenzar la
carrera eclesiástica. ¿A qué Seminario ir ahora?
En esto sí hubo titubeos. La duda estaba en
decidirse por Freising, ciudad bien conocida ya
por Gaspar, a casi cuarenta kilómetros al norte
de Munich, o dirigirse unos cien kilómetros al
norte, hasta Eichstätt. Personas cualificadas,
amigas de la familia, le aconsejan que elija el
Seminario de Eichstätt, ya que por aquel
entonces gozaba de más prestigio. Gaspar oyó
pareceres, pero al fin, eligió por su cuenta el
Seminario de Freising.
Explicando esta decisión, escribe a un religioso
amigo suyo: «La catedral de Freising ha
sido para mí, durante nueve años, como mi
segunda casa paterna y mi corazón se siente, por
ello, muy unido a estos lugares». Quizá
podamos adivinar también otros motivos a la hora
de tomar esta decisión. Serían los que a
continuación apuntamos: desde Freising tenía,
sin duda, más facilidades para poder ver a los
suyos. No es que estuviera Eichstätt
exageradamente más distante, pero no dejaban de
ser sesenta kilómetros más. Él amaba
entrañablemente a su familia: a sus padres y a
aquel enjambre de hermanos, todos menos una,
menores que él. Además, dejaba en casa muy
enferma a su hermana Zinsi, de catorce años, a
la que quería de modo muy especial. Con ella
durante las últimas vacaciones había pasado
muchas horas rezando, charlando, haciéndole
compañía y animándola. ¿No influiría todo esto
en la elección de Freising? De hecho Zinsi
morirá el 25 de octubre, sólo tres días después
de ingresar Gaspar en el Seminario. Fue un duro
golpe para él y para toda la familia. Decía él
que ésta era su hermana más querida, era con la
que más había hablado de cosas Santas.
Se sabe sobreponer buscando, como siempre,
consuelo en Dios. Sabe ayudar y consolar también
a su familia. A sus padres les escribe: «Zinsi
nos dice: no lloréis y pensad que ahora me
encuentro en buenas manos». Las
dificultades para el estudio desaparecieron,
como por ensalmo, al enfrentarse con los
estudios superiores. El estudio de la filosofía
le va, y lo mismo las ciencias afines que se
estudiaban en el curso filosófico: ciencias
físicas y naturales. El éxito del curso
filosófico queda incluso superado al meterse con
la Teología. El profesor de dogmática dice de
Gaspar que estaba extraordinariamente capacitado
para el estudio de esta disciplina. Justifica
así la máxima calificación que le ha dado. El
profesor de Sagrada Escritura dice lo mismo. El
estudio de la Historia de la Iglesia sabemos que
le cautivó de modo especial.
Estudia con interés y sabe cimentar su estudio
en ideales altos. Lo va dejando bien claro en
los apuntes y reflexiones que va anotando en su
diario. Por su diario también podemos ver que
estamos ante un joven que, ahora, a sus veinte
años, se siente querido por Dios y con la gozosa
necesidad de entregar todo su ser y obrar al
Dios que le ama. Las notas que va escribiendo,
nos muestran dos pibotes en torno a los cuales
gira su vida espiritual: opción radical de
seguir a Cristo y la firme convicción de que
todo avance en el amor a Dios y al prójimo es un
don gratuito. Y lo bueno es que todo esto lo
vive con una sencillez extraordinaria pasando
casi desapercibido. Se propone, y a fe que lo
consigue, ser amable y educado con todos, a
pesar de que su carácter es del estilo del de su
padre, fuerte y enérgico. Esta energía y
fortaleza la dirige a comprometerse seriamente
con el estudio y a ser constante en su progreso
espiritual. Se propone, además, huir de todo lo
que sea llamar la atención y de todo lo que
huela a exageraciones. Por eso escribía, estando
ya en el segundo curso del Seminario Mayor: «Alégrate
con los pequeños progresos. No pretendas hacer
grandes cosas. Desconfía de esas elevadas
cumbres y del afán por las cosas extraordinarias».
Ya hacia el final de este segundo curso, recibe
las primeras Órdenes Menores. En concreto el 2
de abril de 1892. En su diario anota: «He
llegado a ser clérigo por la gracia de Dios...
Dios mío dame una verdadera inquietud y que no
me falte nunca tu gracia».
DECIDE IRSE CON LOS REDENTORISTAS
En las vacaciones de 1892, tomó Gaspar una
resolución irrevocable y definitiva: «Seré
Redentorista». No vayamos a pensar que
esto lo decidió a la ligera. Todo lo contrario.
Fue una idea que tiempo atrás venía madurando.
El desgraciadamente famoso conflicto entre el
Estado alemán y la Iglesia Católica, conocido
con el nombre de Kultukampf, fue
particularmente cruel con los Redentoristas, de
los que se decía, desde el Gobierno de Bismarck,
que eran una copia de los Jesuitas. Los
Redentoristas alemanes tuvieron que emigrar a
otras tierras. Un grupo de ellos se estableció,
el año 1883, en Dürrnberg (Austria), en la
frontera con Alemania, y a menos de diez
kilómetros de Berchtesgaden.
Dürrnberg era un centro de peregrinaciones
marianas. Allí fue muchas veces, ya desde niño,
Gaspar. Siguió yendo en las vacaciones durante
sus años de estudiante. En estas ocasiones
acostumbraba a confesarse con los Redentoristas
que atendían el Santuario, por los que se sentía
especialmente atraído. Un amigo nos dirá que
Gaspar «se sentía con los Redentoristas de
Dürrnberg como en su propia casa». El
mismo Stanggassinger dirá más tarde que, desde
que se puso la sotana eclesiástica en el
Seminario de Freising, siempre estuvo sintiendo
el deseo de cambiarla por el hábito
Redentorista.
Antes de su entrada en la Congregación ya era
devoto de San Alfonso. Había leído algunos de
sus libros. También había peregrinado hasta el
sepulcro de San Clemente que se encuentra en
Viena, en el convento Redentorista de Santa
María Stiegen. Durante las últimas vacaciones
había venido madurando la idea de irse con los
Redentoristas, pero ni él mismo pensaba que iba
a ser tan pronto.
Al concluir las vacaciones de verano de 1892,
participa con un grupo de amigos en una de sus
tan frecuentes excursiones de montaña. Se
despide de estos amigos y se va, como peregrino,
a Altötting para visitar y venerar la milagrosa
imagen de la Madre de Dios que allí es objeto de
culto. Rezando en aquel templo, nos dice él,
siente que Dios le llama para que se presente,
sin más demora, a los Redentoristas de Gars, a
orillas del Inn. Allá se va inmediatamente y
pide el ingreso en la Congregación. Queda citado
para ingresar en Gars a principios de octubre.
Faltaban ya pocos días para esa fecha. Vuelve a
Freising para comunicar su decisión y despedirse
de superiores y compañeros. A nadie extraña esta
noticia. El rector del Seminario, quizá quien
mejor lo conocía, le dijo: «No me has
sorprendido, Gaspar. Desde que te conozco, he
estado viendo claro que terminarías haciéndote
religioso». A quien extrañó y contrarió
esta decisión fue al que para Gaspar era la
máxima autoridad: el Arzobispo de Munich. Le
concede el permiso, aunque de mala gana. Tenía
puestas muchas esperanzas en este joven
seminarista de veintiún años.
SE DESPIDE DE SUS PADRES Y HERMANOS
Después de haberse despedido de tantas personas
y cosas queridas en Freising, el 4 de octubre se
va a Berchtesgaden para despedirse de sus padres
y hermanos. No va a ser nada fácil. Gaspar lo
sabe. La primera a la que comunica su decisión
es a su madre: «Madre, me voy con los
Redentoristas». «Pero, cuándo, hijo». «Pasado
mañana». Su madre se queda perpleja. La
noticia ha caído sobre ella como una losa.
Muchos pensamientos pasan por su mente y entre
ellos, sin duda, el de la difícil situación
económica por la que estaba atravesando aquella
numerosa familia, a causa de unos contratiempos
últimamente acaecidos. Siendo religioso Gaspar,
ya no les podría ayudar económicamente. Si fuera
sacerdote secular, podría llevarse con él alguno
o algunos de sus hermanos. Pero la madre, mujer
de fe y de buen temple, se aviene enseguida y se
somete a lo que ve que es la voluntad de Dios.
Había que comunicarlo al padre. Esto era mas
difícil. Madre e hijo convienen que el momento
más oportuno será al finalizar el rezo del Santo
Rosario. Toda la familia, de rodillas, rezaba
diariamente el Rosario y otras oraciones al caer
la tarde. Han terminado el Rosario. Gaspar sigue
de rodillas. «Padre, tengo que comunicarle
una cosa». «¿Qué quieres
comunicarme?». «Pasado mañana me voy
para Gars con los Redentoristas y le pido,
ahora, su consentimiento y bendición para entrar
en el convento». El padre no se lo podía
creer. Al final de aquel rosario se planteó una
de las situaciones más tensas por las que
atravesó aquella familia. El padre pasó por
momentos de perplejidad, de genio, de
recriminaciones, de silencios. No se hacía a la
idea. ¡Tan contento y satisfecho que estaba él
con su hijo, a pesar de los gastos que con él
había tenido durante los largos años de estudios
en Freising! Y ahora le venía con éstas. La
ayuda que, con razón, esperaba del hijo para ir
solucionando los últimos reveses económicos, se
venían por tierra. Más aún, él, metido en
política como estaba, no podía ver con buenos
ojos que su hijo se fuera con los Redentoristas.
¡Qué iban a decir de él! La Congregación del
Santísimo Redentor había sido prohibida en
Alemania por las leyes dimanadas del Kulturkampf
y aún quedaban resabios de aquella prohibición. «No
Gaspar. No puedo aprobar lo que me pides». «Padre,
debo hacerlo. Es la voluntad de Dios. La Virgen
me dice que debo ser Redentorista». Los
hermanos, también de rodillas, se unen a la
petición de Gaspar: «Papá, deja marchar a
Gaspar». Ha pasado una hora. La madre
manda a todos a la cama y allí quedan, Gaspar,
de rodillas, y su padre. Pero el padre no cede.
No le prohibe marcharse pero tampoco lo aprueba
ni da su bendición. Pasarán varios años para que
el padre se sienta satisfecho con esta decisión
de su hijo.
EL NOVICIADO
El 6 de octubre de 1892 ingresa Gaspar en el
Noviciado Redentorista de Gars. El 26 de este
mismo mes escribe a sus padres y hermanos. Entre
otras cosas les dice: «Compartid conmigo
la alegría que siento. Me encuentro bien. No he
sentido el más mínimo arrepentimiento por haber
seguido la voz de Dios». El 29 de
noviembre viste el hábito Redentorista.
De las notas que va tomando en su diario se ve
claramente que hizo su Noviciado con mucha
responsabilidad y que no se anduvo por las
ramas: «Yo puedo, quiero y debo ser Santo».
Todo su esfuerzo lo encamina a «hacer la
voluntad de Dios», conforme al espíritu
genuino del Fundador, San Alfonso. Ve que la
voluntad de Dios está, para él, en hacer bien
las cosas sencillas de cada día. Escribe: «Por
su fidelidad a las cosas pequeñas, los Santos
llegaron a ser Santos».
Por él mismo sabemos también, que tuvo por
entonces una auténtica noche oscura del alma:
comenzó a sentir cansancio y apatía por todo. Su
oración le parecía más imperfecta y menos
intensa que antes de su entrada en la
Congregación. Todo le produce disgusto, nos
dice: «La oración, la lectura espiritual,
la comunión y hasta el recreo». Nunca le
había pasado cosa igual. A pesar de todo,
permanece firme en la fe aunque le falten los
consuelos. Escribe por aquel entonces: «La
verdadera paz del alma consiste en hacer pura y
simplemente la voluntad de Dios aunque nos ponga
en la obscuridad y la desolación». Esta
oscuridad desapareció pronto, como él mismo nos
dice, y vinieron días más tranquilos.
El 16 de octubre de 1893 pronunció sus votos
religiosos. Para ello, Gaspar y sus compañeros
se trasladaron a la localidad austríaca de
Dürrnberg. Aquí, en el convento de los
Redentoristas, que ya conocía de antes, hizo su
Profesión Religiosa. Aún quedaban rescoldos del
Kulturkampf y los superiores no se atrevieron a
celebrar en tierras alemanas aquel
acontecimiento. Dürrnberg, aunque en Austria,
dista muy poco de Berchtesgaden, y allí fueron
sus padres para abrazar al hijo en tan memorable
día. Su padre, después de un año, ya se había
ido haciendo a la idea de que aquel era el
camino para su hijo. Pero aún no del todo
convencido. Su madre sí estaba gozosa de ver tan
contento y entusiasmado a su hijo. Con ocasión
de su Profesión Religiosa, escribe Gaspar en su
diario: «Ahora la alianza con Dios se ha
realizado. Pertenezco ya totalmente a Dios, a su
Santísima Madre, a San Alfonso y la Congregación
del Santísimo Redentor».
EN EL ESTUDIANTADO REDENTORISTA
Los dos años que transcurren desde su Profesión
hasta su Ordenación sacerdotal fueron realmente
intensos y bien aprovechados. Estos dos últimos
cursos los hace en Dürrnberg. Allí se preparan
una veintena de jóvenes Redentoristas bajo la
guía de padres competentes.
Al principio tuvo Stanggassinger, ahora le
llamaban así siempre, ciertas dificultades para
seguir la marcha del curso con sus compañeros,
mejor preparados, en general, que él. La
seriedad y el rigor en los estudios eran allí
excelentes. Prácticamente todas las clases eran
en latín en el que, tanto profesores como
alumnos, se desenvolvían sin ninguna dificultad.
El latín de Stanggassinger estaba más a ras de
tierra. Pero, dado su interés, fue haciéndose a
los nuevos métodos y sus resultados académicos
fueron buenos desde el principio, y en
progresión.
El profesor que, durante este tiempo, más
impactó al joven Stanggassinger, fue, sin duda,
el Padre Eugen Rieger. Era éste prácticamente un
anciano, pero de una fuerte personalidad, con un
método de enseñanza sobrio, pero profundo y de
rigor ciéntífico. Del padre Rieger toma
Stanggassinger dichos y frases que traslada a su
diario. Son frases lapidarias que le ayudan a
fortalecer su personalidad y a reforzar sus
convicciones religiosas. Entre muchas, podríamos
entresacar algunas: «Al hombre no lo hace
sabio y sensato el decir muchas cosas sino el
pensar y reflexionar seriamente». «El
estudio serio y concienzudo ayuda a purificar la
fe». «El estudio de la Teología, sin
rezar, convierte con facilidad a uno, en un loco
peligroso».
Las clases y los métodos especulativos del padre
Rieger iban bien para el carácter serio y
responsable de Stanggassinger. Pero a la vez
muestra especial interés y entusiasmo por las
clases y estudio de las asignaturas que le
preparan más directamente para el ministerio
pastoral con las gentes. Esas clases eran, sobre
todo, las de Teología moral, Teología pastoral y
las prácticas de preparación para la
predicación.
Con respecto a estos dos años, tenemos el
testimonio de los superiores y compañeros,
unánimes al afirmar que se ganó la amistad de
todos, que era un trabajador incansable,
compañero agradable y religioso ideal. De este
tiempo son, entre otras muchas, estas frases y
resoluciones que entresacamos de su diario: «Ser
amor o no ser». Y esto queda concretado
así: «El que ama a Dios se identifica
totalmente con lo que Él quiere». Pero
Gaspar sabe que a Dios se le ama concretamente
en el hermano y por eso continúa: «Quiero
ser amable, indulgente, pacífico; no quiero
causar molestias a nadie. Quiero amar
cordialmente a mis hermanos. Quiero medir las
palabras. Me propongo no sermonear a nadie; no
juzgar a los otros, ya que eso le toca a Dios y
Dios trata a mis hermanos con mucha
misericordia; quiero mostrarme afectuoso con
todos». Esto escribía; pero lo bueno es
que, según el testimonio de los que con él
vivieron, lo que escribió en su diario era un
fiel reflejo de lo que después hacía y
practicaba, además, como siempre, de un modo
natural, sin llamar la atención.
POR FIN, SACERDOTE
Fue recibiendo a su tiempo, todas las Órdenes
Menores y el Subdiaconado. El 21 de septiembre
de 1894, recibe el diaconado.
Y llega, por fin, la fecha por la que había
suspirado durante toda su vida: El 16 de junio
de 1895, recibe la Ordenación Sacerdotal. Esta
Ordenación fue en la catedral de Regensburg
(Ratisbona), a donde tuvo que trasladarse para
ello. «Soy sacerdote por la gracia de Dios»,
anota en su diario. Días antes, durante los
ejercicios espirituales preparatorios para la
Ordenación, había trazado, también en el diario,
el programa de su futuro: «Mi única
intención al recibir el sacerdocio, es la gloria
de Dios y la salvación de las almas; por ello me
entrego enteramente a la voluntad de Dios. Que
los superiores dispongan de mí para lo que ellos
juzguen más conveniente; me someto a su
voluntad, tanto si me destinan para la enseñanza
en el Seminario, como si lo hacen para las
misiones; y lo mismo, sea aquí o lejos, en
cualquier parte del mundo. Con la gracia de Dios
quiero hacerme todo para todos. Por gusto, yo
escogería dedicar mi vida a la predicación entre
los pobres, los indigentes, los humildes…
¡Quiero ser un instrumento en manos de Dios y
esto sólo lo conseguiré allí donde me coloque la
obediencia!». ¡Imposible tener mejores
intenciones y mejor disponibilidad!
Una semana después de su Ordenación, lo
encontramos en su tierra natal. Ha ido para
celebrar su primera Misa con los suyos. Mucha
fiesta, mucha alegría. Pero es ahora cuando se
entera Gaspar con claridad, de la difícil
situación económica por la que viene atravesando
su familia. Esto, como es natural le causa mucha
pena; tanto más cuanto que él nada puede hacer
para remediarlo. Ayuda sí, con sus consejos y
anima a sus padres y hermanos a seguir siendo
buenos cristianos como en los tiempos en que
nada faltaba en casa.
Ha terminado aquel día de fuertes emociones. Ya
de noche, se recoge en su cuarto, reza completas
y, antes de acostarse, escribe una carta al
Padre Provincial. Entre otras cosas le dice: «He
terminado el día de mi primera misa, en mi
pueblo. Acabo de rezar completas. Solo ya en mi
cuarto, doy gracias al buen Dios, a su Santísima
Madre, a nuestro padre San Alfonso, por los
favores que he recibido; yo que no soy más que
un pobre hombre. Nunca hubiera sospechado lo que
es y experimenta un sacerdote en el altar si no
lo hubiera experimentado por mí mismo. Después
de la Consagración me embargó como un temblor
tan grande y tan íntimo que no me dejaba acertar
a hacer las cruces al pronunciar las palabras:
Hostia pura, Hostia Santa, Hostia inmaculada,
a pesar de mis esfuerzos por controlarme».
Con estas reflexiones escritas, terminó el día
de su primera Misa en Berchtesgaden.
CUATRO AÑOS DE SACERDOTE FORMADOR
La disponibilidad manifestada en los ejercicios
espirituales preparatorios para su ordenación
tiene ocasión de ejercitarla bien pronto.
El primer destino del joven Padre Stanggassinger
es ser profesor y prefecto en el Seminario Menor
Redentorista de Dürrnberg. Ya sabemos que él
hubiera preferido ser misionero en activo y no
le hubiera desagradado el ser enviado con este
cometido a tierras lejanas.
Por aquel entonces estaban yendo numerosos
Redentoristas alemanes a tierras de América del
Sur. La Provincia Redentorista Alemana del Norte
(Provincia Renana) estaba mandando sujetos
extraordinarios a Argentina, donde se fueron
abriendo nuevas casas después de la primera
fundación en Buenos Aires, en 1883.
Lo mismo estaba haciendo la otra Provincia, la
del Sur, denominada Provincia Bávara o de
Munich. A ésta pertenecía el P. Stanggassinger,
como es natural. Esta Provincia escogió Brasil
como campo de siembra evangélica. Los primeros
Redentoristas que llegaron a Brasil en 1894,
comenzaron su apostolado en el Santuario de la
Aparecida: «Nossa Senhora da Conceiçao
Aparezida». Buenas bases supieron poner
aquellos primeros Redentoristas en este lugar,
Santuario de la Virgen, en orden a la
evangelización. La actividad misionera que desde
este Santuario han ejercido y ejercen, hoy día,
los Redentoristas, es una de las más relevantes
en el mundo católico. Detrás de esta primera
fundación, vinieron otras y ya en 1905 se abrió
en Penha el Noviciado.
El fervor misionero estaba a flor de piel, por
aquel entonces, en los Redentoristas de las dos
Provincias alemanas, y, de modo especial, en el
joven Padre Stanggassinger. Pero ya lo hemos
dicho, su destino estaba en el Seminario Menor
Redentorista. Será Prefecto, para ser como la
mano derecha del Director, y Profesor.
Toda su actividad la centra, desde el primer
instante, en formar integralmente a aquellos
muchachos y jóvenes que la Congregación le ha
encomendado para que los prepare a ser
Misioneros Redentoristas. El Padre
Stanggassinger profesor comienza con las ideas
bien claras. Suyas son las siguientes palabras
en su primer día de clase: «Hoy vengo a
esta clase para ser vuestro profesor, porque es
la voluntad de Dios, manifestada por medio de
los superiores. Mi deseo era haber sido enviado
a misiones; pero la voluntad de Dios es ésta y
gustoso la acepto. Comienzo esta etapa de mi
vida sabiendo que se me encomienda una muy noble
tarea: nada menos que la de formar futuros
misioneros».
Stanggassinger no será pues Misionero de
vanguardia, pero sí educador-formador de
misioneros. Estos lo recordarán más tarde, y nos
dirán que nadie como él para despertar en los
alumnos el entusiasmo misionero. Se ajusta a un
horario apretado de clases. Se le encomienda el
entonces llamado «tercer curso de latín».
Jóvenes con una edad media de dieciséis años.
Con ellos tiene las clases de alemán, latín y
griego. Además, clases de religión en varios
cursos, y otras clases de las llamadas «disciplinas
accesorias». Hay que añadir el gran
trabajo que se imponía de corregir, diariamente,
los cuadernos de los alumnos. Para esto tenía
que emplear, normalmente, las horas de la noche,
cuando los jóvenes ya estaban acostados, ya que
como Prefecto no quedaba libre hasta entonces.
Él se las arreglaba para sacar tiempo de donde
fuera y preparar y perfeccionar así sus clases.
Los alumnos decían que las daba como nadie,
sobre todo por la claridad y el entusiasmo.
También recuerdan la paciencia ilimitada que
tenía con los alumnos menos aventajados. Les
repetía las cosas y hasta les animaba
manifestándoles las dificultades que él mismo
había tenido en sus primeros tiempos de
estudiante. Tenía un don especial para
relacionar las cosas de la clase con la vida
práctica y con lo referente a la vida misionera.
Los alumnos son los que han contado múltiples
anécdotas con las que sabía amenizar sus clases.
Y así los cuatro años de su joven sacerdocio.
El Padre Stanggassinger educador-formador: es el
mismo que como profesor. No distingue y trata
siempre de formar integralmente a sus jóvenes y
muchachos. Se preocupa y lee libros que tratan
de temas pedagógicos. Toma numerosos apuntes y
lleva a la práctica lo anotado. Muchas de esas
ideas las entresaca del famoso teórico de la
educación, el obispo francés Dupanloup: «Es
necesario crear estímulo en los jóvenes
estudiantes». «Hay que esforzarse en
orientar sus sentimientos y su voluntad, y huir
de obligarlos por la fuerza». «Lo
fácil es castigar; lo efectivo es hacer que
reconozcan sus faltas y errores». «El
educador se ha de convencer de que poco hace
pero mucho puede suscitar». «Hay que
acostumbrar a obedecer no por obligación sino
por convicción». «El que trata de
educar ha de tener siempre como consejeras a la
tolerancia, a la paciencia y a la entrega».
Llevar a la práctica estos principios en
aquellos tiempos y en el ambiente en que se
movía el P. Gaspar era una verdadera maravilla.
Él lo consiguió. Es verdad que, al principio,
siguiendo las costumbres de la época y el modo
de obrar de los compañeros, tendió hacia la
severidad; pero bien pronto cambió de método y
se convirtió en el educador «atrayente y
cordial» del que hablan los que le
conocieron. Se había propuesto muy en serio, y
lo había escrito en su diario «Ser
servidor de todos». Por eso sigue
escribiendo: «Si alguno de los alumnos
llama a mi puerta, aunque tenga que interrumpir
múltiples veces mi tarea, no debo manifestar
ningún desagrado, sino que debo recibir a cada
uno con ánimo alegre, como si no tuviera
absolutamente nada que hacer».
Con estos propósitos, escritos y cumplidos, no
es extraño que se captara la entera confianza de
sus alumnos formandos. Uno de ellos escribirá
más tarde: «Sobrecargado de trabajo como
estaba, su puerta siempre la encontrábamos
abierta. Lo mismo que un padre cariñoso, se
había ganado la confianza de todos nosotros y
todos acudíamos espontáneamente a él. Se sentía
satisfecho sonriendo y de esta forma se
comportaba durante todas las horas del día».
Recuerdan también aquellos sus muchachos como se
preocupaba, de modo especial, de los que caían
enfermos: «Continuamente iba a la
enfermería, animaba a los enfermos, rezaba con
ellos, les contaba cosas incluso personales para
así hacerles el rato agradable». Siguen
contando cómo en una ocasión, uno de ellos cayó
muy enfermo, tanto que, en pocos días, aquella
enfermedad consistente en una tuberculosis
pulmonar, se lo llevó al cielo. «El Padre
Stanggassinger, nos dicen, no sabía separarse de
él, tanto de día como de noche. Llegamos los
demás compañeros a sentir como una especie de
santa envidia, porque nos decíamos que quien
tuviera la suerte de tener a su lado en el lecho
de muerte al P. Stanggassinger, tenía segura la
entrada en el cielo».
El Padre Stanggassinger como prefecto: era el
que acompañaba a los alumnos seminaristas a
todas partes. Los despertaba por las mañanas,
los acostaba por las noches. Iba con ellos al
comedor, los acompañaba en los recreos,
organizaba los juegos y deportes, salía con
ellos tres veces por semana de paseo, organizaba
con frecuencia excursiones que calificarán, los
que con él las hicieron, de «inolvidables».
En estas excursiones era todo un experto. No en
vano había sido su deporte favorito, desde niño,
hasta su entrada en la Congregación, habiendo
recorrido palmo a palmo los hermosos parajes de
su tierra, y todos los altos montes alpinos de
los alrededores de Berchtesgaden.
Como digno de mención, nos recuerdan aquellos
jóvenes que «jamás pegó a nadie».
Entonces estaba muy de moda ese método. Mas aún: «Manifestaba
gran respeto con nosotros y si tenía que
corregirnos, procuraba hacerlo en privado».
Un alumno nos contará que, en cierta ocasión, el
P. Stanggassinger le impuso un castigo porque
pensó que había hecho una fechoría. Resultaba
que no era culpable. «Cuando se enteró el
Padre de su error, dice el interesado, se puso
de rodillas delante de mí, estando todos
presentes. Dijo que se había equivocado y me
pidió que lo perdonara. Yo estaba tan emocionado
que se me llenó la cara de lágrimas».
¡Cómo no se iba a hacer querer si era esta su
manera de obrar!
Como compañero, miembro de una comunidad
religiosa, el Padre Stanggassinger estaba
siempre dispuesto a ser «todo para todos».
Además del trabajo que ya hemos visto, llevaba
la contabilidad del Seminario, hacía de
secretario de Estudios, se le encargaba redactar
los estatutos de la Comunidad, trabajaba casi
hasta la extenuación con motivo del traslado del
Seminario a Gars.
Tenía un tino especial para limar asperezas
entre los miembros de la Comunidad. Como
siempre, hay tensiones entre los congregados
mayores de la casa y los profesores del
seminario, más jóvenes y emprendedores. Un
compañero dice al respecto: «El hecho de
ser capaz, a pesar de la diversidad de
caracteres y opiniones, de ponerse de acuerdo
con todos, es una muestra de la inteligencia y
de la capacidad de discernimiento que poseía».
Otro nos dice: «Era un reformador en el
mejor sentido de la palabra. Sabía esperar el
momento oportuno y de esta manera obtener
siempre los mejores resultados».
Era como el punto medio y de apoyo entre los
innovadores más jóvenes, a veces demasiado
exaltados, y los superiores y mayores que veían
peligros por todas partes en cualquier reforma.
A los primeros les hacía ver la conveniencia de
la calma y hasta con firmeza supo censurar a
algunos por el modo irracional y excesiva
insistencia a la hora de proponer y exigir los
cambios. Y eso que él estaba de acuerdo con lo
que se deseaba conseguir. A los segundos
procuraba tranquilizarlos y lo conseguía.
Todo lo dicho hasta aquí tenía unos apoyos
profundos: ni más ni menos que su vida interior.
Hizo de su vida y de su actividad una permanente
oración, a la que dedicaba en el silencio,
largos ratos. El cumplimiento de la voluntad de
Dios era como el eje de su vida ya que, según
decía: «Ser Santo no es más que vivir
haciendo la voluntad de Dios».
Su vida espiritual estaba, además, adornada con
el colorido de una devoción, nada noña, y sí muy
entrañable a María. «Ella, dice, es la que
mejor sabe llevarnos a Jesús». No en vano,
había aprendido esta devoción desde muy niño,
cuando, con sus padres y hermanos, rezaba
diariamente, de rodillas, el rosario.
Su actividad apostólica hacia fuera fue escasa.
Las ocupaciones encomendadas por la obediencia
no se lo permitían. Aun así, no desaprovechó las
oportunidades que se le ofrecieron: algunas
predicaciones en lugares cercanos y sobre todo,
con cierta frecuencia, dedicación al
confesonario. Se notaba especialmente concurrido
cuando el P. Stanggassinger se sentaba en él. Si
no fue un Misionero en activo, sí lo era en la
retaguardia y de modo especial, como ya hemos
repetido, formando a los futuros Misioneros.
Esta tarea la tenía en grandísima estima y por
eso escribió lo siguiente: «Cuidar y
ayudar a que se desarrolle la vocación en estos
jóvenes seminaristas, es más que convertir a
grandes pecadores y más que predicar brillantes
misiones». Veía en ellos, naturalmente, a
los Misioneros del mañana.
ÚLTIMOS DÍAS Y MUERTE DEL PADRE STANGGASSINGER
Las leyes del Kulturkampf no tienen ya vigor.
Los Redentoristas alemanes esparcidos por
algunas naciones europeas, poco a poco, se han
venido integrando a su Alemania de origen. Hacía
algún tiempo que también se venía pensando en
trasladar el Seminario de Dürrnberg (en Austria)
a Gars (Alemania). Esto se llevó a cabo el
verano de 1899. Quien cargó con el peso mas
fuerte, en todo lo que suponía aquel cambio, fue
el Padre Stanggassinger.
Los rumores que, por los días del cambio,
comenzaron a correr de que el Padre
Stanggassinger iba a ser el primer rector del
nuevo Seminario de Gars, eran fundados, como se
confirmaría más tarde. Pero iba a resultar que
los superiores propusieron y Dios dispuso de
otra manera.
El 11 de septiembre de 1899, él y los alumnos de
Dürrnberg se trasladaron a Gars am Inn. El día
13 tiene lugar la bendición y la inauguración de
aquel Seminario que ha perdurado hasta nuestros
días. Por la tarde de ese mismo día, comienza
Stanggassinger los ejercicios espirituales de
comienzo de curso. Los predica y dirige él. Los
termina, aunque ya no se siente del todo bien.
Como hay tanto que hacer en aquellos comienzos
de casa, sigue trabajando y en realidad más de
lo que debiera. El día 22, durante el recreo con
los alumnos, se siente sin fuerzas y tiene que
sentarse. Éstos le rodean, charlan y le
preguntan si es verdad que ha sido nombrado
Director. Él, sonriendo, responde: «Quizá
muy pronto me veré libre de ese cargo».
Esa noche la pasa con fuertes dolores de
vientre. El 23 se tiene que quedar en cama. El
24 se levanta para celebrar la Misa en la
enfermería. Luego charla con el enfermero y toda
la conversación discurre sobre temas
espirituales. Durante la conversación se siente
muy mal. Ruega al Hermano que avise a la
Comunidad y que le administren la Unción de los
enfermos. El Hermano lo anima. Le dice que no es
necesario y que se acueste. Llaman al médico y
éste diagnostica apendicitis. La enfermedad
sigue su curso. Los dolores siguen arreciando.
Por la tarde vuelve el médico y ya diagnostica
peritonitis. Ya no había remedio.
Hoy día si se declara la apendicitis no es
difícil solucionar el mal: se opera cortando el
apéndice y ya está, salvo complicación. Por
aquel entonces no se operaba; por eso, si el
apéndice enfermo reventaba, venía la infección
del peritoneo y a continuación la muerte segura.
Era esta la enfermedad a la que llamaban, por lo
menos aquí en España, el «cólico miserere».
Se aludía así a que había llegado la hora de
entonar el salmo de difuntos que en latín
comienza por la palabra «miserere».
Este mismo día 24, llegó a Gars el nombramiento
oficial: El Padre Gaspar Stanggassinger
Hamberger había sido nombrado Director del
recién estrenado Seminario. No eran momentos
para celebrarlo con fiestas.
El 25 se le administra el Sacramento de los
enfermos. Le visitan unos alumnos y los anima a
que sean fieles a su vocación: la de Misioneros
Redentoristas.
A la una de la madrugada, ya del 26, comienza a
delirar. Todo su delirio discurre por cosas
piadosas. Hasta recita, en voz alta, parte de
una de las conferencias predicada por él en los
últimos ejercicios: «Queridos, honrad y
amad a la buena Madre de Dios. Visitad a Jesús
oculto en el Sagrario: id allí para comunicarle
vuestras preocupaciones».
Después de esto, se quedó como inconsciente. A
las dos de la madrugada volvió en sí y
ansiosamente pidió la comunión. Se la trajeron.
Se preparó para ella y dió gracias recitando las
oraciones de San Alfonso, que sabía de memoria.
Luego se quedó tranquilo y a cada rato se le oía
o se le adivinaba recitar jaculatorias. El pulso
se le iba debilitando, hasta que exhala el
último suspiro.
Eran las cuatro menos cuarto de la madrugada del
26 de septiembre de 1899. Moría en la flor de
sus veintiocho años. Le faltaban tres meses y
medio para cumplir los veintinueve.
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