EL NOMBRE ES YA UNA MISIÓN
La historia del misionero Francisco Javier Seelos, que murió de fiebre
amarilla en Nueva Orleans, Estados Unidos, a los
48 años de edad, comienza en un pequeño y
pintoresco pueblo de los Alpes alemanes: Füssen.
Hasta comienzos del siglo XX era un lugar importante porque por allí
pasaba una de las vías de comunicación entre el
norte de Europa e Italia. En las últimas décadas
Füssen se ha convertido en meta de muchos
turistas, en especial quienes desean conocer el «castillo
encantado» que construyó el emperador
Ludwig II y que Walt Disney inmortalizó en sus
dibujos animados como símbolo de Disneylandia.
Francisco Javier (en casa siempre lo llamaron Javier), nacido el 11 de
enero de 1819, era el sexto hijo de una pareja
simpática y muy religiosa formada por Mang
Seelos y Frances Schwarzenbach. En 1811, con
apenas mes y medio de noviazgo, Mang y Frances
se habían comprometido en la iglesia parroquial
a amarse de por vida y a educar cristianamente
a los hijos que Dios les diera. Y Dios les
regaló una docena: ocho mujeres y cuatro
varones. Tres murieron pronto, tres se casaron,
tres permanecieron solteros y tres se hicieron
religiosos. Pero los Seelos completaron la
cuenta adoptando posteriormente a un niño
abandonado, al que Francisco Javier llamará «el
príncipe Juan», porque era el menor y el
preferido de todos.
En casa heredó y cultivó Francisco Javier las cualidades y virtudes
que siempre lo caracterizaron: actitud positiva
ante la vida, paciencia ante las adversidades,
desprendimiento de las cosas, facilidad para
reír y gusto en tratar con la gente y con Dios.
El día concluía siempre con la oración y la
lectura espiritual en familia. Durante su
infancia, un día en que la madre terminó de leer
en voz alta algunos pasajes de la vida de San
Francisco Javier, gran misionero del Oriente, el
niño Javier exclamó: «¡Yo quiero ser un
Francisco Javier!».
ESTUDIOS EN AUSBURGO Y MUNICH
En Füssen se daban solamente los seis años de escuela primaria.
Parecía imposible pensar en estudios superiores,
porque la familia Seelos poseía escasos recursos
económicos. El padre era comerciante de ropa,
pero las ventas eran cada vez más reducidas; la
situación mejoró un poco cuando asumió el puesto
de sacristán. De todos modos, no podía financiar
los ocho años de la escuela secundaria de sus
hijos.
Ausburgo era ciudad imperial y tierra de banqueros. Allí residían los
Welser, que ayudaron a la expedición de
Cristóbal Colón, y los Fugger, que financiaron
las guerras de Carlos V. Fue allí donde el
párroco le buscó al niño Francisco Javier
algunos bienhechores que le ayudaran a pagar los
estudios secundarios en el Liceo San Esteban.
Sin ser nunca el primero de la clase, Francisco Javier se preocupaba
por el estudio y obtenía buenas notas. En lo
que sí sobresalía era en deseos de servir y de
compartir cuanto tenía. Si veía alguien mas
necesitado que él, no dudaba un momento en darle
las pocas monedas que le quedaban. Por eso sus
compañeros lo llamaban «el banquero Seelos».
Entre 1832 y 1839 Francisco Javier tuvo tiempo para estudiar alemán,
historia, geografía, matemáticas, religión,
latín, griego, hebreo, francés, italiano..., y
para leer los clásicos latinos y griegos. Se
encariñó especialmente con un libro: la versión
francesa de Don Quijote de la Mancha. A
los veintidós años terminó el liceo. Gracias a
sus buenas notas y a la recomendación del
Concejo municipal de su pueblo obtuvo una beca
en la Real Universidad Ludwig Maximilian de
Munich, donde se inscribió en la facultad de
filosofía. Pero hay que decir que más que
filosofía, lo que tuvo que estudiar fue
filología, pues el programa de la facultad
preveía más materias de lingüística y
antropología que de filosofía. Los ratos libres
los empleaba en las academias de baile y de
esgrima, como era común entre los universitarios
de la época. Y durante las vacaciones enseñaba a
sus hermanas los bailes de la ciudad.
Más tarde, Francisco Javier se pasó a la facultad de Teología. Quería
ser sacerdote, pero aún no había decidido dónde.
En su casa soñaban con verlo en alguna parroquia
cercana; sólo su padre estaba al corriente de la
secreta pasión de Francisco Javier por las
misiones en lejanas tierras. Pasión alimentada
por la lectura de relatos misioneros, en
especial de los redentoristas recién llegados a
Norteamérica, que solicitaban clérigos deseosos
de ir a trabajar entre los inmigrantes de lengua
alemana. Precisamente por esos días (1839-1841)
habían entrado entre los redentoristas dos de
sus antiguos compañeros de liceo y dos jóvenes
sacerdotes de la diócesis de Ausburgo. Esto
explica por qué a comienzos de 1842, durante el
primer semestre de sus estudios teológicos,
escribió al superior de la misión redentorista
en América pidiendo su admisión. Pero la carta
no tuvo respuesta inmediata. Por este tiempo, la
salud de Francisco Javier se resintió y tuvo que
pasar tres semanas en el hospital, con fiebre
alta y delirios. Pocos meses después solicitó la
admisión en el seminario de la diócesis de
Ausburgo; fue recibido inmediatamente y empezó
su segundo año de Teología.
Por poco tiempo, porque el 22 de noviembre de aquel mismo año, día de
Santa Cecilia, le llegó la respuesta positiva
desde América. Francisco Javier creía escuchar
música celestial. El rector, por su parte, se
limitó a pedirle que abandonara cuanto antes el
seminario diocesano, con la recomendación de ir
a alguna comunidad de los redentoristas en el
sur de Alemania mientras preparaba el viaje.
HACIA EL NUEVO MUNDO
El 17 de marzo de 1843 partía del puerto francés de Le Hâvre en el
barco San Nicolás junto a otros ciento
cincuenta y seis pasajeros, casi todos
campesinos franceses en busca de un futuro
mejor. También viajaban allí tres veteranos
redentoristas, enviados desde Europa para apoyar
el grupo de misioneros que desde 1832 trabajaba
en Norteamérica. La travesía, que hoy se hace en
cinco horas de vuelo, duró cinco semanas.
Del barco San Nicolás se pasó directamente a la casa San
Nicolás, que era la residencia de los
redentoristas en Nueva York. Luego Seelos fue
enviado a Baltimore, a la comunidad de
formación. Allí recibió el hábito redentorista y
empezó su noviciado el 16 de mayo de 1843. Un
año más tarde hacía la profesión religiosa,
tercero en América después de Juan Neumann y
José Mueller. Estudió por su cuenta seis meses
más de Teología y recibió la ordenación
presbiteral el 22 de diciembre de 1844.
Empezaba la misión en una nueva tierra. Aunque las cartas a su familia
describen con optimismo estas primeras
experiencias apostólicas, se sabe por otras
fuentes que fue un aprendizaje duro y difícil.
Su inglés dejaba aún mucho que desear y su
Teología no había podido ser completa. Una mujer
irlandesa decía: «No se le entiende mucho
de lo que predica, pero da gusto ver este santo
sacerdote esforzarse tanto». Algún
compañero de estos primeros meses de ministerio
lo describe como escrupuloso en las
confesiones, y otro -un intelectual- consideraba
sus predicaciones como relatos píos e ingenuos.
COMPAÑERO DE UN SANTO
En 1845 hubo visita extraordinaria del
provincial de Bélgica, padre Federico von Held,
a las fundaciones americanas. Una de sus
decisiones, además de prohibir los viajes y
nuevas deudas, fue el traslado del joven padre
Seelos a la parroquia de Santa Filomena
en Pittsburgh, estado de Pennsylvania. El
animador de la parroquia y de la comunidad era
el padre Neumann, hoy conocido como San Juan
Neumann.
Pronto se hicieron amigos, aunque Seelos, que
era ocho años menor, lo consideraba como su
padre y guía espiritual. La convivencia y la
confianza mutua hicieron crecer espiritualmente
a ambos. En Seelos es evidente el influjo de
Neumann en cuanto a la austeridad religiosa, la
capacidad para organizar la pastoral y el arte
de la catequesis. Juntos trabajaron en los
ministerios de la parroquia y en las misiones de
los caseríos cercanos. Era la época de la
construcción del templo y no faltaban las
dificultades con grupos fanáticos anticatólicos
ni las estrecheces económicas. El mismo Seelos
contará después: «Una vez íbamos juntos a
una misión en Youngstown y tuvimos que pernoctar
por el camino. En el albergue apenas si nos
ofrecieron algo de comer. Esperábamos que nos
indicaran las habitaciones, pero nos dejaron en
la dura banca... Esa noche me dijo el padre
Neumann: Vamos a tener que contentarnos con la
cama de los padres del desierto». Varios
años más tarde, Neumann le escribirá a Seelos
recordando con entusiasmo esa exitosa misión y
lo bien que trabajaron: «¡Nuestros
cohermanos no son todos como nosotros dos! ¡Ah!».
Cuando Neumann fue trasladado a Baltimore y,
después, nombrado superior de todos los
redentoristas en Estados Unidos, la mutua estima
no disminuyó. Un signo fue la decisión de
escoger a Seelos como maestro de novicios en
septiembre de 1847, y eso que éste tenía apenas
tres años de profesión. En 1850 se creaba la
Provincia Americana de los misioneros
redentoristas, y pocos meses después, a
comienzos de 1851, Seelos era nombrado rector de
la comunidad de Pittsburgh.
EL BUEN PASTOR DE SANTA FILOMENA
Seelos comenzó con entusiasmo su servicio como
párroco y superior de la comunidad, dando
también plena confianza a sus cohermanos, en
especial al padre Lorenzo Holzer, hombre
dinámico y emprendedor, que fue su mano derecha
para las cosas materiales y a quien confió la
dirección de algunas de las obras parroquiales:
construcción de capillas rurales, del orfanato
para niños de habla alemana, creación del
periódico católico, etc.
Sin descuidar la comunidad ni dejar de
participar en algunas misiones de otras
parroquias, se dedicó sobre todo a la animación
litúrgica, la predicación, las confesiones, la
dirección espiritual y la coordinación de la
catequesis. Fue ahí donde sobresalió su espíritu
de buen pastor, lleno de energía y de prudencia
al mismo tiempo. Durante su ministerio como
párroco, se multiplicaron los servicios
parroquiales y los feligreses: los bautismos,
las comuniones, los matrimonios, las visitas a
enfermos crecieron considerablemente. Todos
reconocían en su carisma personal, en especial
la amabilidad con la que acogía a todos, la
razón principal del resurgir de la fe entre los
católicos de Pittsburgh.
Conviene recordar que este tiempo de intensa
actividad parroquial comenzó con la peor de las
noticias: su hermana menor, que tenía dieciocho
años y era la más bonita y alegre, estaba
ayudando a guardar algunas cosas en el ático de
la casa, cuando perdió el equilibrio, cayó desde
lo alto y falleció en pocas horas. Era el 2 de
enero de 1851. Este accidente traumatizó a toda
la familia. El padre sufrió un derrame cerebral
y una de las hermanas casadas comenzó poco
después a perder el movimiento y quedó inválida
por el resto de su vida. Sólo la profunda fe de
toda la familia los ayudó a salir adelante en
tan difícil prueba.
Su intenso y exclusivo amor a Dios no hizo del
padre Seelos una persona triste o aislada.
Sobresalía precisamente por la capacidad de
acogida y de comprensión. Muchas personas
declararon más tarde que habían encontrado en él
un sacerdote celoso, atento, preocupado por los
enfermos, de palabra clara y convincente, hombre
de oración, feliz en su vocación religiosa,
sacerdotal y misionera. Se cuentan, incluso,
hechos portentosos obrados por su intercesión,
pues eran muchas las personas que venían a
buscarlo convencidas de que él hacía milagros.
Como el hombre inválido que llegó al despacho
parroquial apoyándose en sus muletas y
pidiéndole que lo bendijera y lo curara. El
párroco Seelos le contestó que él no tenía tal
poder. Entonces el enfermo arrojó las muletas
por la ventana y dijo que no se iba sin antes
recibir una bendición especial. Seelos tuvo que
darle la bendición... y el hombre se curó y
salió caminando.
GUÍA ESPIRITUAL Y SACERDOTAL
En marzo de 1854 pasó Seelos de la parroquia de
Pittsburgh a la de Baltimore. Una vez más se
distinguió por la capacidad para involucrar a
sus cohermanos en la pastoral y por su
disposición para acoger a todas las personas, de
manera especial en el sacramento de la
reconciliación. Su confesionario era el más
cercano a la entrada de la iglesia y el más
frecuentado. Eran tantos los que lo buscaban,
que, en expresión de algunos penitentes suyos,
había que esperar dos o tres horas para lograr
el turno.
El hermano portero sabía que, en las horas de la
noche, el párroco era el primero en llegar a la
puerta apenas sonaba la campanilla de los
enfermos. Se justificaba diciendo que tenía un
sueño liviano, pero en realidad pasaba largas
horas rezando ante el Santísimo. Una noche fue
llevado para atender a una mujer gravemente
enferma y al subir por las escalas se percató de
que estaba en una casa de prostitución. Le
explicaron que sí era verdad lo de la enferma y
siguió adelante. Al día siguiente, un panfleto
divulgó la noticia de que un importante
sacerdote había sido visto entrando en una casa
de dudosa reputación. Cuando alguien le mostró
el recorte de periódico, Seelos se rió y dijo: «Déjelos
que chismorreen; yo, por mi parte, he salvado un
alma».
La animación de la comunidad y las actividades
parroquiales ocupaban totalmente su agenda.
Seelos dirá: «Ya ni sabía si estaba yendo
o viniendo». Pero había que encontrar
tiempo extra para la predicación de retiros y de
misiones, las visitas a los enfermos, las
capellanías, las confesiones en los conventos de
la ciudad. Porque no era capaz de negar un
servicio a las religiosas, a las que admiraba
por su trabajo y compadecía por la dificultad en
encontrar buenos capellanes. De manera especial
estimaba a las Hijas de San Vicente,
las Religiosas de Nuestra Señora, las
Carmelitas y las Hermanas de la
Providencia (que se dedicaban sobre todo a
la educación de los afroamericanos).
Seelos cayó enfermo el 7 de marzo de 1857. Era
un sábado por la noche y estaba confesando,
cuando empezó a sentir frío; poco después tuvo
el primer vómito de sangre. Pasaron los días sin
gran mejoría. Mientras tanto, el padre Poirier,
que estaba también gravemente enfermo, ofreció
la vida para que el párroco se aliviara y así
sucedió. Poirier murió el dieciocho; al día
siguiente, Seelos se sintió mejor y cesaron los
vómitos de sangre. El médico obligó al padre
Seelos a quedarse en cama todavía por algunas
semanas y él lo aceptó con la mejor filosofía: «Estoy
en el cielo; dichosa enfermedad que me ha
permitido recuperar el vigor espiritual y el
fervor». El 28 de marzo y, para evitar una
recaída, el superior provincial destinó al
maestro de novicios como superior y párroco en
Baltimore y trasladó a Seelos al noviciado en
Annapolis, Maryland.
Era la segunda vez que desempeñaba el oficio de
maestro de novicios. Pero en esta ocasión fue
sólo por unas semanas, pues entre los
estudiantes redentoristas de filosofía y
teología surgió una crisis contra el prefecto,
al que consideraban incapaz de comprender a los
nativos norteamericanos. Se buscaba un reemplazo
que fuera prudente, de corazón paternal,
experimentado. Y ese hombre era Seelos.
El «descanso» en medio de los
novicios duró sólo hasta el 21 de mayo. Ese día
viajó a Cumberland. La nueva comunidad estaba
compuesta por cuatro padres, ocho hermanos
coadjutores y cuarenta y dos estudiantes. En
pocos meses el número de estudiantes llegó a
sesenta, lo que complicó las condiciones de
alojamiento y multiplicó el trabajo de Seelos,
que se desempeñaba como párroco, superior de la
comunidad, profesor de Teología dogmática y
exégesis y prefecto de estudiantes.
Los apuntes de clase demuestran que Seelos no
era «profesor de un sólo libro»,
sino que le gustaba leer, comparar opiniones,
profundizar en los temas, sobre todo en la
Teología dogmática, que era su materia
preferida. Decía que la Teología da luz de sol
mientras que la filosofía da luz de velas, y que
la Teología hace mirar hacia arriba y da ánimo,
mientras la moral hace mirar hacia abajo y nos
recuerda las miserias humanas.
¿Cómo encontraba tiempo para todo? No lo
sabemos. Lo cierto es que fue muy apreciado como
profesor; estuvo siempre disponible para atender
a los estudiantes, incluso cuando interrumpían
su estudio o sus rezos; salía con ellos a los
paseos, reía de buena gana, nunca perdió la
paciencia, mantuvo la serenidad en los momentos
de crisis, predicaba con entusiasmo, convencía
en sus conferencias espirituales, favorecía las
iniciativas de los jóvenes y los defendía de las
críticas de los mayores.
En 1859 y 1862 fue nombrado nuevamente Superior
y prefecto del seminario mayor. Y por las
crónicas sabemos que también encontraba tiempo
para participar en misiones parroquiales.
SORTEANDO TEMPESTADES
El 6 de enero de 1860 fallecía en la calle,
exhausto de trabajo, su amigo y compañero Juan
Neumann, entonces obispo de Filadelfia. Pocos
meses después, el obispo de Pittsburgh presentó
ante la Santa Sede la renuncia irrevocable a la
diócesis y señaló al padre Seelos como el más
indicado para sucederle. Lo consideraba hombre
piadoso y capaz de tomar decisiones; el hecho de
haber nacido en Alemania no le parecía una
objeción, pues se entendía bien con los
irlandeses y los nativos americanos: «Baste
decir que ha sido durante años confesor muy
aceptado entre las Hermanas de la
Misericordia». Otros candidatos
indicados por el obispo eran el irlandés Dolan y
el español Domenec.
En un principio Seelos se tomó como una broma el
rumor de esa candidatura; pero, al ver que las
cosas iban en serio, decidió escribir
directamente al superior general de los
redentoristas, padre Mauron, y al Papa Pío IX,
exagerando las dificultades de la diócesis y sus
propias limitaciones. Mientras tanto, solicitó a
sus amistades y familiares que rezaran hasta que
pasara la tormenta. Y a los estudiantes de
Cumberland les prometió un día de recreo si se
libraba de tal amenaza. Seguramente Dios escuchó
sus plegarias y la Santa Sede prefirió el camino
más diplomático, pues el nombramiento episcopal
no fue para el alemán ni para el irlandés, sino
para el español Domenec. La comunidad del
estudiantado respiró satisfecha e hizo una gran
fiesta el 13 de noviembre de aquel año. Seelos
concluyó diciendo: «Prefiero ser obispo de
mis queridos hermanos estudiantes que obispo de
Pittsburgh».
Otra tempestad que debió afrontar fue la guerra
entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos,
que comenzó en abril de 1861. Dos meses después,
la ciudad de Cumberland, a causa de su posición
estratégica, era tomada por las tropas
unionistas al mando del coronel Lewis Wallace,
famoso más tarde por su novela Ben Hur.
La ciudad se convirtió en una base militar. Esta
situación afectó al seminario, no sólo porque
algunos se pusieron a favor de uno u otro bando,
sino también porque el lugar se volvió un campo
de batalla y las tropas quisieron expropiar la
casa para utilizarla como hospital militar.
Además, porque todos los hombres entre veinte y
cuarenta y cinco años (Seelos incluido) podían
ser llamados por ley a tomar las armas, como de
hecho sucedió el 3 de marzo de 1863. La única
alternativa era pagar trescientos dólares por
cabeza y, ciertamente, no tenían tal cantidad de
dinero.
Seelos, que era superior de la casa y consultor
provincial, se apresuró a buscar una solución.
Lo primero fue el traslado de los estudiantes a
la casa de Annapolis, donde había menos peligros
y más comodidades de alojamiento. Considerando
que se librarían más fácilmente del alistamiento
los sacerdotes que los seminaristas, fueron
ordenados los estudiantes de los últimos años de
Teología: veinte en una sola ceremonia. También
se apeló ante las autoridades para obtener la
exención del servicio militar; Seelos fue
incluso hasta el presidente de la nación,
Abraham Lincoln, con quien tuvo una audiencia
positiva pero no definitiva. Finalmente, la
manera para no participar directamente en la
guerra fue un «truco legal» en las
oficinas de reclutamiento. Notando que las
autoridades de Annapolis eran más estrictas que
las de Frederic, ante las cuales debían
inscribirse todos los de Cumberland, se hizo
transferencia en la inscripción de los
seminaristas. Los registradores de Frederic los
anotaron como si siguieran en Cumberland... y
ninguno de los jóvenes fue llamado a las armas.
La última tempestad fue interna. No faltó quien
escribiera a Roma, al superior general, acusando
a Seelos de ser demasiado benévolo con los
formandos. Por eso, a finales de 1862, llegó de
Holanda un prefecto de estudiantes más severo, y
el padre Seelos quedó como superior de la
comunidad y profesor de Teología.
COORDINADOR DE MISIONES PARROQUIALES
Desde septiembre de 1863 hasta mediados de 1865
Seelos ejerció el cargo de superior de misiones,
es decir, responsable de la organización de las
misiones itinerantes en diversas parroquias.
Regresaba así a su ocupación preferida: la
predicación misionera. Aunque hubiera deseado
verse libre de la dirección del equipo
misionero, pues se sentía más a gusto
obedeciendo que dando órdenes.
Dado que en ese entonces la mayoría de los
redentoristas provenían de diversas regiones de
Europa y de diferentes tradiciones misioneras,
uno de los esfuerzos realizados durante este
período fue el de llegar a una cierta
unanimidad en el método y los contenidos de la
predicación misionera en los Estados Unidos. El
padre Seelos, con mucha cordialidad y claridad,
se preocupó especialmente por moderar los tonos
altisonantes y los gestos bruscos de algunos
misioneros, que asustaban y apartaban a la gente
en lugar de atraerla.
Las crónicas de las misiones lo presentan
predicando en diversos lugares de la franja
centro oriental de los Estados Unidos: Missouri,
Illinois, Michigan, Ohio, Pennsylvania, New
Jersey, New York y Rhode Island. Se trata de
misiones en grandes ciudades y también en
pequeñas poblaciones; para comunidades católicas
numerosas o para pequeños grupos desorientados;
en zonas florecientes económicamente y en áreas
muy pobres en aquel entonces. En algunas partes,
la gente concurría a la misión desde treinta o
cuarenta kilómetros de distancia. Y no pocas
veces hubo que alargar los días de la
predicación y de las confesiones para poder
responder a las exigencias y necesidades de la
gente. Los frutos fueron siempre superiores a
las expectativas.
Al igual que en sus apuntes de clase, en sus
esquemas de sermones y conferencias (seis
cuadernos) se puede ver el modo de cómo componía
las predicaciones y los temas a los que daba más
énfasis: amor a Dios, gravedad del pecado, la
muerte, la misericordia divina, los peligros en
la vida de fe. También aparece con frecuencia el
tema del ministerio sacerdotal, porque era muy
solicitado para retiros al clero. Siempre con la
característica de la simplicidad. De ahí que no
haya que buscar en ellos erudición, sino
sinceridad y capacidad de convicción.
A comienzos de 1865, durante unas misiones, su
salud se vió afectada y se temió que le
repitieran los vómitos de sangre. Por eso, en
agosto de ese año, lo trasladaron a la parroquia
redentorista de Detroit; aunque no llegó allí
hasta finales de año por sus muchos compromisos:
retiros al clero de Chicago (en julio), de
Buffalo (en septiembre), misiones en la catedral
de Saint Louis en Cincinnati (octubre),
predicaciones en Dayton y Toledo, Ohio
(noviembre).
Tantos recorridos misioneros le permitieron
conocer de cerca los diversos grupos humanos que
llegaban a Estados Unidos y, con duro trabajo,
comenzaban a construirse un futuro y a
organizarse como comunidad creyente. Hubiera
deseado que dieran a lo segundo, la vida de fe,
tanta importancia como daban los colonos a la
organización material y al rendimiento
económico. Por eso, una vez que perdió una
maleta y, gracias a la red de comunicación entre
las estaciones, fue recuperada al día siguiente,
comentó: «Si los americanos fueran tan
hábiles en las cosas del espíritu como lo son en
los negocios, todos serían Santos».
En Detroit, a donde llegó para descansar, sólo
estuvo diez meses. Al partir, la gente le hizo
una despedida solemne, como si hubiera trabajado
allí muchos años. La verdad era que había tenido
tiempo para todos. Y el párroco, que estaba tal
vez un poco celoso de tantas muestras de afecto,
quedó convencido al recibir de Seelos la larga
lista de enfermos que asistía con regularidad.
VENGO PARA MORIR EN NUEVA ORLEANS
El 26 de septiembre de 1866 entraba Seelos en
Nueva Orleans. Había vivido con intensidad sus
cuarenta y siete años, siempre con la mirada
puesta en Dios, y ya presentía la muerte. El
cronista de la casa comenta: «Hoy, a las
ocho y cuarto de la noche ha llegado aquí el
padre Seelos... Más parece un novicio que un
padre veterano. Su ejemplo nos confunde y nos
hace desear haber sido mejores y más humildes,
más auténticos redentoristas».
Nueva Orleans era una ciudad de doscientos mil
habitantes, con una tasa alta de mortalidad a
causa de diversas calamidades, sobre todo la
fiebre amarilla. Incluso varios redentoristas
habían muerto víctimas de esa epidemia: cinco en
1853 y dos en 1858. Seelos, que venía precedido
por una amplia fama de santidad, llegaba como
refuerzo especial, ya que podía expresarse en
las tres lenguas que se usaban en la pastoral:
inglés, francés y alemán.
No tuvo que esperar mucho para encontrar
trabajo, pues los redentoristas estaban
encargados de tres parroquias, a poca distancia
una de otra. Y a Seelos le fue confiada la de
Santa María, que era la de los
inmigrantes alemanes, aunque sin dejar de
ejercer su ministerio en las otras iglesias. Una
vez más se distinguió por su cordialidad hacia
todas las personas y su disponibilidad para el
confesionario. A un padre, que lo acusaba de
perder escandalosamente el tiempo atendiendo una
anciana excéntrica, Seelos le respondió: «No
hago mal en acoger con bondad a todos, sin hacer
distinciones. Lo escandaloso fuera que a unos
los recibiera amablemente y a otros con
brusquedad».
Por toda la ciudad se difundió el prestigio del
padre Seelos como confesor y guía espiritual. Y
comenzaron a correr historias sobre el poder
milagroso de su oración. Que el señor Jorge le
llevó su hija de tres años, atacada por fiebres
que ni los doctores podían aliviar, y el padre
había orado por ella y había pedido a la familia
que se reuniera para rezar; la niña poco a poco
se había restablecido. Que la lavandera de la
parroquia había sido atropellada por un tranvía
y, después de varias semanas en cama, sin poder
moverse, le había pedido al padre Seelos que no
la dejara morir así; el padre rezó por ella y al
día siguiente la señora se levantó sana y llena
de ánimo, convencida de la santidad del padre
Seelos. Y como estos, muchos otros testimonios.
En septiembre de 1867 se declaró otra epidemia
de fiebre amarilla en la ciudad, que mataba
diariamente entre cincuenta y sesenta personas.
El trabajo de los misioneros se concentró sobre
todo en las visitas a los enfermos y en el
consuelo a los supervivientes. El día
diecisiete, al volver a casa para el mediodía,
Seelos sintió que le faltaban las fuerzas. Aún
así, fue a atender a un enfermo y, al volver, a
las tres de la tarde, ya no pudo más y tuvo que
ir a la cama. No volvería a levantarse. Su
salud, que a ratos parecía mejorar, estaba
empeorando. Como empeoraba la situación en la
ciudad: el día veinticuatro los hubo ochenta y
tres muertes.
La gente estaba pendiente de la salud del «santo
sacerdote». Venían a preguntar a la
portería, o se informaban por el periódico, que
publicaba un boletín diario sobre el estado de
salud del padre Seelos. Eran muchos los que
traían objetos de piedad para hacerlos bendecir
por él. A principios de octubre, el padre
Seelos empeoró y empezó a tener momentos de
delirio. Repetía insistentemente las oraciones
del comienzo de la misa: «Introibo ad
altare Dei», o iniciaba un sermón en
alemán, francés o inglés. Mientras tanto, la
casa se volvió como un hospital, porque otros
tres miembros de la comunidad cayeron gravemente
enfermos. Sería un duro golpe y un gran ejemplo
para los redentoristas, cuando recibieron la
noticia del fallecimiento de éstos tres y de
Seelos en la misma semana, todos víctimas del
servicio a los moribundos.
El día cuatro, en las horas de la tarde, el
rector convocó al resto de la comunidad para
rezar en la habitación del padre Seelos, pues se
veía que llegaba el último momento. Se entonaron
las oraciones de recomendación del alma,
mientras se rociaba agua bendita en la
habitación y se acercaba a los labios del
moribundo un Santo Cristo o una estampa de la
Virgen para que los besara. Al preguntársele si
quería que cantaran algo, asintió con la cabeza
y se entonaron dos de sus melodías preferidas.
Entonces su rostro se iluminó y entregó el
espíritu al Padre Dios. Eran las seis menos
cuarto de la tarde del día 4 de octubre de 1867.
FRANCISCO JAVIER SEELOS, HOY
Seelos será uno de los últimos beatos del
segundo milenio, beatificado el 9 de abril de
2000, mejor, uno de los más recientes testigos
del primado de Dios. Porque toda su vida nos
recuerda que el amor, la compasión y el perdón,
en nombre de Jesucristo, tienen la última
palabra, aunque parezca que el odio y la
violencia son más fuertes.
En una lectura «sin glosa» del
evangelio que él hizo vida podemos destacar
algunas lecciones prácticas para hoy:
-
Partir de lo positivo. Comenzar el día con
optimismo, mirar a los demás con actitud
sincera y bondadosa. Se podría decir que,
por formación familiar, Seelos tenía una
predisposición para entusiasmarse con las
cosas buenas que veía o podía esperar. No
pertenecía a su modo de ser el mostrarse
amargado o el lamentarse ante las
adversidades; en los momentos más dificiles
se refugiaba en la oración y su confianza en
el Señor le devolvía la sonrisa.
-
Tener una razón para vivir y sacrifíicarse
por ella. No se trata de crearse ilusiones
sino de forjarse ideales. Francisco Javier
sabía lo que quería y luchó siempre por
realizar ese objetivo, que en su caso fue
entrega generosa a la evangelización de los
inmigrantes en Estados Unidos. Por eso se
distanció de su familia; abandonó su patria
y afrontó mil dificultades, incluso la
muerte. No se guió por una quimera ni quiso
convertirse en un héroe. Se preocupó por
dar solidez a los motivos de su vocación y
se esforzó por vivirla en la solidaridad de
un equipo misionero.
-
Ser sensible a los problemas ajenos,
escubrir la realidad de los demás. No se
trata de captar la atención o la voluntad
del otro, sino de mirar dentro de su mundo y
comprenderlo en la medida de lo posible. El
prestigio que Seelos tenía como confesor y
guía espiritual viene de ahí. No era el
perdonador fácil, que relativiza todos los
problemas. Era exigente. Pero comprendía
cada situación. Cuando algunos
afroamericanos indeseables de Nueva Orleans
venían a buscarlo, él solía decir a los que
los evitaban: «Ellos no se comportan
bien, pero son buenos».
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Vibrar con la religiosidad de la gente
sencilla, con una espiritualidad
descomplicada. Gozar con las cosas simples y
desprenderse de todo lo superfluo. Seelos
amaba la pobreza como búsqueda de lo
esencial y también como solidaridad con los
más pobres. Y si algo le ofendía entre sus
discípulos era la ambición de las cosas
materiales y el deseo de confort y de
prestigio.
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Mirar más allá de las realidades presentes,
proyectados más hacia el futuro que hacia el
pasado. Uno de los temas constantes en las
poesías y las cartas de Seelos es el de la
felicidad eterna en el cielo. No se sentía
identificado con un pedazo de tierra, aunque
recordara con cariño sus montañas de los
Alpes; se había vuelto misionero de un nuevo
mundo y, sobre todo, ciudadano del infinito.
Él nos enseña a construir la ciudad terrena,
sin dejar de mirar con anhelo y con
nostalgia hacia la patria del cielo. En una
sociedad que peca de miopía, porque no
quiere ver más allá de lo que toca y le
satisface, el seguidor de Cristo tiene que
dar razón de su esperanza, es decir, luchar
para que en esta tierra sean derribadas las
barreras que separan y se construyan puentes
que acerquen a las personas y anticipen la
felicidad eterna.
Los años transcurridos desde la muerte de
Francisco Javier Seelos no han cancelado su
recuerdo; más bien han servido para darnos la
distancia necesaria y poder mirar el cuadro
completo de su vida como fidelidad a Cristo en
la total dedicación a la obra misionera de la
Iglesia. Seelos nos invita a anunciar con él un
futuro mejor, un nuevo mundo «sin
tristezas ni llanto». Quiera Dios que al
abrir las puertas del nuevo milenio abramos
también las puertas a la bondad y al perdón en
nombre de Cristo, hecho reconciliación para
todos.
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