PRIMEROS AÑOS. ESTUDIOS. SACERDOTE
Nace el Padre Pedro Donders el 27 de Octubre de 1809, en la pequeña
aldea de Heikant, al lado de Tilburgo (Holanda). Fue Bautizado el mismo
día de su nacimiento. Sus padres se llamaban Arnoldo Donders y
Petronila Van Den Brekel.
A los seis años muere su madre, dedicándose desde entonces su
padre, con extraordinario esmero, a cuidar de sus dos hijos:
Pedro, débil de complexión y Martín, inválido y con un año menos que
Pedro.
Los gustos de Pedro, desde muy niño, se dirigían hacia las
cosas de la Iglesia: imitaba en casa las ceremonias del culto (Misa),
hacía de pequeño predicador y apóstol con sus compañeros, a los que
explicaba el Catecismo en corrillos y rezaba con ellos. Más tarde nos dirá él mismo que desde los
cinco ó seis años comenzó a
decir que quería ser sacerdote. Pero no podía ser porque su familia era
pobre y, nada más cumplir los diez años, tuvo que ponerse a trabajar con
su padre en el oficio de tejedor doméstico.
Otro inconveniente fue el
que en 1825, el gobierno holandés mandó cerrar todos los Seminarios
Menores; prohibición que continuó hasta el año 1829. Fue en este año
cuando pidió ser admitido en el Seminario de Gestel y después de
múltiples dificultades, fue admitido en el año 1831 cuando ya tenía
veintidós
años; y no admitido en calidad de seminarista propiamente dicho, sino de
criado, con permiso para asistir a las clases en las horas que le
quedaran libres después de cumplir con el trabajo.
Los seis primeros meses
apenas pudo asistir a clase, pues el trabajo que tenía era mucho. Más
tarde, ya pudo ir asistiendo de una manera más regular. No podía
resultarle
fácil aquella situación, ya que se sentaba en la clase al
lado de niños de doce años, más o menos. Además era objeto de burlas
dentro y fuera de clase, máxime cuando barría la casa delante de ellos o
traía la ropa a los colegiales .
Esta forma de vida, con trabajo y estudio, la
mantuvo durante los seis años que duraron los estudios en el Seminario
Menor. A la hora de pasar al Seminario Mayor, como Donders
manifestara grandes deseos de ser Misionero en tierras lejanas, el
Rector del Seminario le aconsejó que pidiera ser admitido en alguna
Congregación Misionera. Pero aquí venía otro gran inconveniente, ya que
el Rey Guillermo I de Holanda había prohibido, por aquel entonces, a
todos los conventos y monasterios que admitieran novicios.
Ante esta
situación Donders no se acobardó, sino que pasó la frontera y se fue a
Bélgica en donde fue llamando sucesivamente a las puertas de
varias Congregaciones: a los Jesuitas en Gante, fue rechazado por su
mucha edad; a los Redentoristas en el Noviciado de Sint Truiden lo
rechazaron “por falta de talento”. Por último llamó a las puertas de los
Franciscanos, también en Sint Truiden y éstos, como oyeron que había
sido rechazado por los Jesuitas y los Redentoristas, lo despacharon con
buenas palabras, diciéndole que volviera un año más tarde.
Con el
fracaso reflejado en el rostro, volvió a Holanda. La vuelta la hizo a
pie. Ya en Holanda, ingresó en el Seminario de Bois-le-Duc (capital del
Brabante holandés) . Ahora ya no ingresa como criado, sino como seminarista. Seguía confiando en ser Misionero en tierras lejanas,
aunque todavía no veía el cómo.
COMIENZA A ABRIRSE EL HORIZONTE
En el año 1839 pasó por el Seminario Monseñor Jacobo Groof, Prefecto
Apostólico del Surinam o Guayana Holandesa (en aquel entonces colonia
del país holandés).
Su palabra entusiasmó a Donders que inmediatamente fue a
ofrecerse para ir al Surinam. Lo aceptó de mil amores el Prelado.
Queda
Donders en el Seminario para terminar el curso y medio que le quedaba. El 15 de Junio de 1841, a los
treinta y dos años, se
ordena Pedro sacerdote. No presentándose entonces ocasión de embarcar
rumbo al Surinam, se queda un año más en el Seminario, preparándose a
conciencia para su Santa vocación de Misionero.
SALTO AL SURINAM (Guayana Holandesa)
Sonó la hora de la partida. Va a despedirse de los suyos a su tierra
natal. La honda impresión que causó en Tilburgo fue causa de que,
durante sus años de vida en el Surinam, recibiera frecuentes donativos
de sus paisanos.
El 1 de Agosto de 1842 se embarcó en el puerto
holandés de Den Heldemr, para llegar a Paramaribo,
capital del Surinam, mes y medio más tarde.
Al poco
de llegar escribía a Holanda: “Finalmente he llegado a mi destino a
donde me llamó el Señor y su diestra me llevó.”
PARAMARIBO Y LAS PLANTACIONES (1842-1856)
Paramaribo era el centro de sus operaciones apostólicas. En la ciudad
predicaba, daba catequesis, visitaba enfermos.
Recién
llegado se declaró una epidemia de disentería, por toda la vastísima
zona que Donders y otros dos sacerdotes atendían. Los otros dos cayeron
enfermos y uno murió. Era un verdadero espectáculo ver a Donders, joven
sacerdote, sacrificarse hasta el heroísmo para atender, espiritual y
corporalmente, a tanta gente necesitada, sin hacer distinción de razas
ni de condiciones sociales: instruía, consolaba, exhortaba a los
enfermos, confortaba a los innumerables moribundos y los preparaba a
bien morir. Además, hacía de médico para unos, de enfermero solícito y
cariñoso para otros, practicando la caridad hasta el heroísmo.
Pasada
la epidemia, se dedicó de lleno a la labor apostólica en Paramaribo y
alrededores, prestando especial atención a la juventud, llegando a
formar un grupo ferviente de jóvenes católicos.
Unos años más tarde, en
mayo de 1851, se declaró repentinamente la terrible fiebre amarilla.
Otra vez de médico, de enfermero, de criado, de madre. Al fin, cayó él
mismo víctima del contagio. Aunque los dolores y sufrimientos de su
enfermedad eran grandes, sufría más por no poder atender a los demás
enfermos, sin acordarse de sus padecimientos. Estuvo a punto de morir y
ofrecía frecuentemente su vida por la salvación del rebaño a él
encomendado espiritualmente.
EN LAS PLANTACIONES, CON LOS ESCLAVOS NEGROS
Desde 1843 comenzó sus visitas misioneras a las plantaciones, que eran
grandes extensiones de terrenos, propiedad de ricos blancos, situadas en
los llanos y a orilla de los ríos, donde trabajaban y malvivían millares
de esclavos negros.
En una carta, mandada por aquel entonces a Holanda,
se quejaba Donders y decía: “Si se cuidara aquí a los esclavos igual que
los europeos cuidan a sus bestias de carga, la situación resultaría
mucho mejor... Lo que he visto y oído, a este respecto, está por encima
de toda imaginación”.
La palabra misionera del P. Donders llegó
prácticamente a los casi cincuenta mil esclavos que, en condiciones
infrahumanas, trabajaban en las aproximadamente, cuatrocientas grandes haciendas. ¡Sólo Dios sabe lo mucho que trabajó en favor de aquellas pobres
criaturas!.
Por ello, ya entonces, le llamaban el “apóstol
de los negros”. Embarcaba en frágil canoa, con remeros negros, que le
adoraban y a fuerza de remos, seguían el curso de los ríos,
principalmente el río Surinam y el río Saramaca, en cuyas márgenes se
extendían las plantaciones. Los frutos de estas excursiones misioneras
no fueron estériles, ya que tuvo la dicha de convertir a la fe a más de
tres mil esclavos.
CON LOS LEPROSOS DE BATAVIA (1856-1887)
Batavia era un lugar paradisíaco, un paraje encantador, lleno de
bellezas tropicales; pero, este paraíso en realidad, era la morada del
dolor.
Allí eran llevados los leprosos del Surinam. Allí vivían aquellas
pobres gentes, presas de aquella terrible enfermedad. Todo el mundo huía
de ellos y no les permitían salir de las circunscripciones de Batavia,
que era como una plantación.
El Padre Donders visitó Batavia el primer
año de su estancia en el Surinam (1842) y quedó tremendamente
impresionado. Desde entonces deseó ir a vivir y trabajar con aquellas
pobres gentes. Varias veces solicitó su traslado a Batavia y, al fin, le
fue concedido en 1856.
Se despidió, pues, de Paramaribo y fue a vivir
entre los leprosos. Instalado en su nueva y
singular parroquia, dio comienzo a aquel
método de vida que, con pocas interrupciones
había de seguir hasta su muerte: Misa con los
leprosos que asistían; visita por las chozas,
donde consolaba, exhortaba, confesaba,
administraba los Sacramentos. Además arreglaba
sus lechos, aseaba sus chozas, vendaba sus
heridas. Todo esto, mañana y tarde.
Al atardecer reunía a sus
feligreses en el templo, donde les explicaba en lenguaje familiar la
religión, rezaba el Rosario y otras oraciones; terminaba con un canto.
Así un día y otro. Fruto de ello fue el cambio total de Batavia.
Allí, en medio de la enfermedad, comenzó a florecer la alegría y raro
fue el que murió sin antes haber recibido los Sacramentos.
REDENTORISTA
Diez años llevaba Pedro en Batavia cuando llegaron los Redentoristas al
Surinam. Pío IX había encomendado a los Redentoristas aquella difícil
Misión.
Poco tiempo después de la llegada de éstos, el P. Donders pidió
ser admitido en la Congregación y ahora le fue concedido sin ningún
obstáculo. El 1 de Noviembre de 1866 vistió el hábito de la
Congregación y comenzó, en Paramaribo, el Noviciado que, por dispensa
del Reverendísimo Padre General, lo hizo en sólo ocho meses. Hizo la
profesión religiosa el 24 de Julio de 1867.
A los pocos días volvió a
su querida Batavia, donde se dedicó con más celo, si cabe, que antes, a
sus santas tareas de caridad y oración. Vivía todo entero para sus
leprosos. A ellos pertenecía su tiempo, su casa y todo cuanto tenía.
APÓSTOL DE LOS INDIOS
Si antes, desde Paramaribo, se convirtió en el Apóstol de los esclavos
negros, ahora, los diecisiete últimos años de su vida, se convirtió en Apóstol
de los Indios que, lejos del mundo civilizado, vivían en la parte alta
de los ríos.
Pidió y obtuvo permiso de los Superiores para salir en
excursiones periódicas al encuentro de los indios, tan difíciles de
convertir. Desde Batavia salía, al principio con intérprete, en
busca de ellos. Tuvo el gran consuelo de bautizar en esos años a más
de mil indios.
CON LOS NEGROS CIMARRONES
A la vez que se dedicó al apostolado de los Indios, lo hizo también con
los llamados Negros Cimarrones.
Eran éstos, negros traídos de África,
para ser vendidos como esclavos en el Surinam. Ante los malos tratos de
los blancos y la falta de libertad, habían hecho lo imposible por escaparse de ellos y se habían establecido en lugares
lejanos de la jungla.
Desde allí, hacían incursiones para atacar a las
haciendas de los blancos, sus antiguos propietarios, a los que odiaban
por encima de todo. Eran, como decía el P. Donders por entonces, más
salvajes y feroces que la tribu más feroz y salvaje de los indios.
A
ellos fue también el P. Donders con la doctrina del Evangelio. Le
fueron aceptando y respetando, pero la primera vez que se opuso
enérgicamente a sus supersticiones, se enfurecieron de tal modo que, a
duras penas, pudo escapar con vida. Volvió una y otra vez a ellos, con
más dulzura, logrando, si no muchas
conversiones, sí el ser aceptado y hacer mucho bien entre ellos.
Por todo lo descrito hasta ahora bien
podemos llamar al Padre Pedro Donders apóstol por
cuádruple motivo: apóstol de los Esclavos Negros, apóstol de los
Leprosos, apóstol de los Indios y apóstol de los Negros Cimarrones.
SU MUERTE
A finales de
1886 regresó el P. Donders enfermo de una expedición
con los
indios. No dejó de trabajar a pesar de ello. El 31 de Diciembre, que era
sábado, predicó como todos los sábados sobre la Virgen. Fue su último
sermón.
El día primero de Enero ya se quedó en cama, de la que no se
volvería a levantar. Otro Redentorista que trabajó estos últimos años
con él, en Batavia, le invitó a que hiciera testamento, a lo que
contestó el P. Donders: “No tengo en este mundo nada de que disponer.
Den sepultura a mi cuerpo donde mejor les parezca. Dos cosas nada más
deseo: la primera que pidan en mi nombre perdón a mis pobres y queridos
leprosos por si en algo les he ofendido; la segunda que les digan que me
apena mucho la vida que algunos llevan y que deseo que lleguen a
comprender cuán grande mal es el pecado”. Este fue su testamento.
Por
fin el P. Donders expiró dulcemente, el viernes 14 de Enero de 1887, a
las tres de la tarde. Había llegado a los setenta y siete años de edad, de los
cuales cuarenta y cuatro
los había pasado en el Surinam, y treinta de éstos, con pequeñas
interrupciones, en la leprosería de Batavia.
Los desconsolados
leprosos no querían separarse del ataúd que encerraba los restos de su
amado Padre. Fue enterrado en el mismo Batavia, al pie de una gran
Cruz. Allí descansaron sus restos hasta el año 1900. En dicho año,
fueron trasladados a la Catedral de Paramaribo.
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