En el último domingo del
año litúrgico los cristianos condensamos el
significado de Jesús con el acento solemne de Rey y
Señor del universo. Es un título con referencias
simbólicas y acentos mesiánicos.
Ya en los comienzos de la
Iglesia, como lo recoge el libro del Apocalipsis, se
celebraba a Jesucristo como el "Testigo fiel”, el
"Príncipe de los reyes de la tierra”, el que "merece
la gloria y el poder por los siglos de los siglos”.
Otros escritos del Nuevo Testamento recogen la
experiencia de que Cristo es Señor para gloria de
Dios Padre.
Aparentemente sorprende
aplicar este título a Jesús, porque él no vivió como
un rey, sino como un servidor, su opción no fue el
poder, sino la humildad y el desprendimiento; su
trono fue la cruz; y su corona, una de espinas. Para
colmo dice que su "reino no es de este mundo”. Es
que todo lo de Jesús suele ser chocante y
alternativo. Efectivamente descartó toda aspiración
política, no persiguió el poder, no quiso sobresalir
ni triunfar, no necesitó ejército para defenderse.
Su Reino es un servicio a la verdad, un testimonio
de la fuerza que tiene la fidelidad hasta el
martirio.
Jesús dice bien cuando
afirma que su Reino no es de este mundo y, sin
embargo, sí es para este mundo. A los cristianos nos
cuesta entender esto. Más de una vez intentamos
acomodar el Reino de Dios al pensar de la gente, y
entonces lo desvirtuamos, lo convertimos en un
sucedáneo. Jesús ha sido reconocido como Rey y Señor
porque ha servido a la humanidad como nadie, y
porque su testimonio es una provocación a gastarse
en misericordia, solidaridad y servicio hasta el
martirio. Qué bendición para la historia si los
cristianos fuéramos verdaderos testigos de este Rey,
si miráramos a los demás con sus ojos y
estableciéramos las relaciones motivados por la fe.
Ahí tenemos su ejemplo y su
verdad. Ahora nos toca a nosotros mantener la
alternativa de este Reino, que no es de este mundo y
sí para este mundo. En la oración que nos entregó
Jesús nos incita a pedirlo tal y como lo sueña el
Padre: de verdad y de vida, de libertad y de
justicia, de amor y de paz. Pero orar no es sólo
suplicar, sino arrimar el hombro y construir.
P. Octavio Hidalgo, C.Ss.R.