El pasaje evangélico de hoy
nos da pie para reflexionar, en primer lugar, con
una parábola moderna, la parábola del viejo y el
niño:
Teóricamente nadie está tan propenso a
entenderse como un viejo y un niño. Uno por
ingenuidad y el otro por superación, ambos poseen la
pureza de la verdad, al menos de esa verdad
instrumental que llamamos sinceridad. El viejo es
sincero porque nada pierde con serlo y queda a
gusto. El niño lo es porque todavía no ha aprendido
a no serlo.
Pero esto es teoría. La
vida nos enseña luego que el viejo y el niño no
siempre se entienden y que la sinceridad es virtud
compleja.
El hecho es que el viejo y
el niño se han encontrado en un parque.
— ¿Por qué tienes los ojos
tristes?, ha preguntado el niño.
— Yo no tengo los ojos
tristes, pequeño. Tengo los ojos usados, nada más.
El viejo no ha podido menos
de sonreír y pensar que los niños de hoy resultan
fascinadoramente inteligentes.
— Vamos a ver, amiguito,
¿qué entiendes tú por ojos tristes?
— Pues ojos que acaban de
llorar o parece que van a empezar a hacerlo.
— Ni he llorado ni voy a
llorar.
— ¿Por qué quieres
engañarme? Tienes los ojos tristes.
— A ti te parecen tristes.
Es así como yo miro siempre, pero no es tristeza; es
sólo melancolía o enternecida decepción.
— No entiendo. ¿Qué es
melancolía?
— Una tristeza que no llega
a tanto. Es como llorar un poco por dentro.
— ¿Cómo se llora por
dentro?
— Si aprendieras eso te
harías mayor de golpe. Y eso no es conveniente.
Déjalo estar, pequeño. Sí, tengo los ojos tristes
porque hace tiempo que lloro por dentro y tengo una
pequeña alegría a medio asfixiar...
— Yo sé hacer la
respiración boca a boca, abuelo.
— Tú sabes ya tantas cosas
que acaso eres como yo, pero sin los ojos tristes.
— ¿Y por qué iba yo a tener
los ojos tristes?
— Tienes razón. Hacerse
mayor es eso: ir encontrando motivos para
entristecer los ojos. Nunca crezcas, pequeño. Pero
si eres capaz de crecer sin entristecer los ojos, no
llegarás a viejo, sino a santo. Crece, pequeño,
crece...
En segundo lugar,
ciñéndonos al Evangelio reparemos que Bartimeo es un
ciego que quiere ver. Por tanto, es un hombre
inquieto, una persona con aspiraciones. No se ha
resignado a su desgracia. Quiere mejorar llevado por
un afán de superación, para lo cual lucha contra las
adversidades propias y las del ambiente ("muchos le
regañaban para que se callara"). Bartimeo estaba
limitado, pero era un valiente. Intuía que el
encuentro con Jesús desde la buena fe tenía que ser
salvador. Y le grita cuando se acerca.
Es sugerente la
personalidad del ciego Bartimeo. Su mala situación
no lo desanima. Insatisfecho por su suerte, busca y
confía en alcanzar el milagro de una mayor
capacitación. No cae en la trampa de la
desesperanza. A diario sale al camino de la vida
esperando que la luz y el don de Dios le lleguen a
tocar el alma. Y le llegan: "Anda, tu fe te ha
curado".
¿Nos vemos retratados en
esta catequesis? ¿Nos hemos encontrado alguna vez
como ciegos? ¿Hemos tenido reparos en gritar a
Jesús? A Bartimeo no le dio ninguna vergüenza; al
contrario, no hizo el más mínimo caso a los que le
reñían, porque éstos no querían su bien; preferían
verlo hundido en su ceguera y tirado para siempre en
la cuneta de la vida. No, Bartimeo gritaba más y
más: "Jesús, ten compasión de mí". ¡Qué oración tan
sólida y total! Fue escuchado. Y, agradecido, siguió
a Jesús haciendo camino...
P. Octavio Hidalgo, C.Ss.R.