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Beato Francisco Javier Seelos

BEATO FRANCISCO JAVIER SEELOS
1.819-1.867

  Fiesta: 5 de Octubre 

 

EL NOMBRE ES YA UNA MISIÓN

La historia del misionero Francisco Javier Seelos, que murió de fiebre amarilla en Nueva Orleans, Estados Unidos, a los 48 años de edad, comienza en un pequeño y pintoresco pueblo de los Alpes alemanes: Füssen.

Hasta comienzos del siglo XX era un lugar importante porque por allí pasaba una de las vías de comunicación entre el norte de Europa e Italia. En las últimas décadas Füssen se ha convertido en meta de muchos turistas, en especial quienes desean conocer el «castillo encantado» que construyó el emperador Ludwig II y que Walt Disney inmortalizó en sus dibujos animados como símbolo de Disneylandia.

Francisco Javier (en casa siempre lo llamaron Javier), nacido el 11 de enero de 1819, era el sexto hijo de una pareja simpática y muy religiosa formada por Mang Seelos y Frances Schwarzenbach. En 1811, con apenas mes y medio de noviazgo, Mang y Frances se habían comprometido en la iglesia parroquial a amarse de por vida y a educar cristianamente  a los hijos que Dios les diera. Y Dios les regaló  una docena: ocho mujeres y cuatro varones. Tres murieron pronto, tres se casaron, tres permanecieron solteros y tres se hicieron religiosos. Pero los Seelos completaron la cuenta adoptando posteriormente  a un niño abandonado, al que Francisco Javier llamará «el príncipe Juan», porque era el menor y el preferido de todos.

En casa heredó y cultivó Francisco Javier las cualidades y virtudes que siempre lo caracterizaron: actitud positiva ante la vida, paciencia ante las adversidades, desprendimiento de las cosas, facilidad para reír y gusto en tratar con la gente y con Dios. El día concluía siempre con la oración y la lectura espiritual en familia. Durante su infancia, un día en que la madre terminó de leer en voz alta algunos pasajes de la vida de San Francisco Javier, gran misionero del Oriente, el niño Javier exclamó: «¡Yo quiero ser un Francisco Javier!».

 

ESTUDIOS EN AUSBURGO Y MUNICH  

En Füssen se daban solamente los seis años de escuela primaria. Parecía imposible pensar en estudios superiores, porque la familia Seelos poseía escasos recursos económicos. El padre era comerciante de ropa, pero las ventas eran cada vez más reducidas; la situación mejoró un poco cuando asumió el puesto de sacristán. De todos modos, no podía financiar los ocho años de la escuela secundaria de sus hijos.

Ausburgo era ciudad imperial y tierra de banqueros. Allí residían los Welser, que ayudaron a la expedición de Cristóbal Colón, y los Fugger, que financiaron las guerras de Carlos V. Fue allí donde el párroco le buscó al niño Francisco Javier algunos bienhechores que le ayudaran a pagar los estudios secundarios en el Liceo San Esteban.

Sin ser nunca el primero de la clase, Francisco Javier se preocupaba por el   estudio y obtenía buenas notas. En lo que sí sobresalía era en deseos de servir y de  compartir cuanto tenía. Si veía alguien mas necesitado que él, no dudaba un momento en darle las pocas monedas que le quedaban. Por eso sus compañeros lo llamaban «el banquero Seelos».

Entre 1832 y 1839 Francisco Javier tuvo tiempo para estudiar alemán, historia, geografía, matemáticas, religión, latín, griego, hebreo, francés, italiano..., y para leer los clásicos latinos y griegos. Se encariñó especialmente con un libro: la versión francesa de Don Quijote de la Mancha. A los veintidós años terminó el liceo. Gracias a sus buenas notas y a la recomendación del Concejo municipal de su pueblo obtuvo una beca en la Real Universidad Ludwig Maximilian de Munich, donde se inscribió en la facultad de filosofía. Pero hay que decir que más que filosofía, lo que tuvo que estudiar fue filología, pues el programa de la facultad preveía más materias de lingüística y antropología que de filosofía. Los ratos libres los empleaba en las academias de baile y de esgrima, como era común entre los universitarios de la época. Y durante las vacaciones enseñaba a sus hermanas los bailes de la ciudad.

Más tarde, Francisco Javier se pasó a la facultad de Teología. Quería ser sacerdote, pero aún no había decidido dónde. En su casa soñaban con verlo en alguna parroquia cercana; sólo su padre estaba al corriente de la secreta pasión de Francisco Javier por las misiones en lejanas tierras. Pasión alimentada por la lectura de relatos misioneros, en especial de los redentoristas recién llegados a Norteamérica, que solicitaban clérigos deseosos de ir a trabajar entre los inmigrantes de lengua alemana. Precisamente por esos días (1839-1841) habían entrado entre los redentoristas dos de sus antiguos compañeros de liceo y dos jóvenes sacerdotes de la diócesis de Ausburgo. Esto explica por qué a comienzos de 1842, durante el primer semestre de sus estudios teológicos, escribió al superior de la misión redentorista en América pidiendo su admisión. Pero la carta no tuvo respuesta inmediata. Por este tiempo, la salud de Francisco Javier se resintió y tuvo que pasar tres semanas en el hospital, con fiebre alta y delirios. Pocos meses después solicitó la admisión en el seminario de la diócesis de Ausburgo; fue recibido inmediatamente y empezó su segundo año de Teología.

Por poco tiempo, porque el 22 de noviembre de aquel mismo año, día de Santa Cecilia, le llegó la respuesta positiva desde América. Francisco Javier creía escuchar música celestial. El rector, por su parte, se limitó a pedirle que abandonara cuanto antes el seminario diocesano, con la recomendación de ir a alguna comunidad de los redentoristas en el sur de Alemania mientras preparaba el viaje.  

 

HACIA EL NUEVO MUNDO 

El 17 de marzo de 1843 partía del puerto francés de Le Hâvre en el barco San Nicolás junto a otros ciento cincuenta y seis pasajeros, casi todos campesinos franceses en busca de un futuro mejor. También viajaban allí tres veteranos redentoristas, enviados desde Europa para apoyar el grupo de misioneros que desde 1832 trabajaba en Norteamérica. La travesía, que hoy se hace en cinco horas de vuelo, duró cinco semanas.

Del barco San Nicolás se pasó directamente a la casa San Nicolás, que era la residencia de los redentoristas en Nueva York. Luego Seelos fue enviado a Baltimore, a la comunidad de formación. Allí recibió el hábito redentorista y empezó su noviciado el 16 de mayo de 1843. Un año más tarde hacía la profesión religiosa, tercero en América después de Juan Neumann y José Mueller. Estudió por su cuenta seis meses más de Teología y recibió la ordenación presbiteral el 22 de diciembre de 1844.

Empezaba la misión en una nueva tierra. Aunque las cartas a su familia describen con optimismo estas primeras experiencias apostólicas, se sabe por otras fuentes que fue un  aprendizaje duro y difícil. Su inglés dejaba aún mucho que desear y su Teología no había podido ser completa. Una mujer irlandesa decía: «No se le entiende mucho de lo que predica, pero da gusto ver este santo sacerdote esforzarse tanto». Algún compañero de estos primeros meses de ministerio lo describe como escrupuloso en las  confesiones, y otro -un intelectual- consideraba sus predicaciones como relatos píos e ingenuos.

 

COMPAÑERO DE UN SANTO

En 1845 hubo visita extraordinaria del provincial de Bélgica, padre Federico von Held, a las fundaciones americanas. Una de sus decisiones, además de prohibir los viajes y nuevas deudas, fue el traslado del joven padre Seelos a la parroquia de Santa Filomena en Pittsburgh, estado de Pennsylvania. El animador de la parroquia y de la comunidad era el padre Neumann, hoy conocido como San Juan Neumann.

Pronto se hicieron amigos, aunque Seelos, que era ocho años menor, lo consideraba como su padre y guía espiritual. La convivencia y la confianza mutua hicieron crecer espiritualmente a ambos. En Seelos es evidente el influjo de Neumann en cuanto a la austeridad religiosa, la capacidad para organizar la pastoral y el arte de la catequesis. Juntos trabajaron en los ministerios de la parroquia y en las misiones de los caseríos cercanos. Era la época de la construcción del templo y no faltaban las dificultades con grupos fanáticos anticatólicos ni las estrecheces económicas. El mismo Seelos contará después: «Una  vez íbamos juntos a una misión en Youngstown y tuvimos que pernoctar por el camino. En el albergue apenas si nos  ofrecieron algo de comer. Esperábamos que nos indicaran las habitaciones, pero nos dejaron en la dura banca... Esa noche me dijo el padre Neumann: Vamos a tener que contentarnos con la cama de los padres del desierto». Varios años más tarde, Neumann le escribirá a Seelos recordando con entusiasmo esa exitosa misión y lo bien que trabajaron: «¡Nuestros cohermanos no son todos como nosotros dos! ¡Ah!».

Cuando Neumann fue trasladado a Baltimore y, después, nombrado superior de todos los redentoristas en Estados Unidos, la mutua estima no disminuyó. Un signo fue la decisión de escoger a Seelos como maestro de novicios en septiembre de 1847, y eso que éste tenía apenas tres años de profesión. En 1850 se creaba la Provincia Americana de los misioneros redentoristas, y pocos meses después, a comienzos de 1851, Seelos era nombrado rector de la comunidad de Pittsburgh.

 

EL BUEN PASTOR DE SANTA FILOMENA

Seelos comenzó con entusiasmo su servicio como párroco y superior de la comunidad, dando también plena confianza a sus cohermanos, en especial al padre Lorenzo Holzer, hombre dinámico y emprendedor, que fue su mano derecha para las cosas materiales y a quien confió la dirección de algunas de las obras parroquiales: construcción de capillas rurales, del orfanato para niños de habla alemana, creación del periódico católico, etc.

Sin descuidar la comunidad ni dejar de participar en algunas misiones de otras parroquias, se dedicó sobre todo a la animación litúrgica, la predicación, las confesiones, la  dirección espiritual y la coordinación de la  catequesis. Fue ahí donde sobresalió su espíritu de buen pastor, lleno de energía y de prudencia  al mismo tiempo. Durante su ministerio como  párroco, se multiplicaron los servicios parroquiales y los feligreses: los bautismos, las comuniones, los matrimonios, las visitas a enfermos crecieron considerablemente. Todos  reconocían en su carisma personal, en especial la amabilidad con la que acogía a todos, la  razón principal del resurgir de la fe entre los católicos de Pittsburgh.

Conviene recordar que este tiempo de intensa actividad parroquial comenzó con la peor de las noticias: su hermana menor, que tenía dieciocho años y era la más bonita y alegre, estaba ayudando a guardar algunas cosas en el ático de la casa, cuando perdió el equilibrio, cayó desde lo alto y falleció en pocas horas. Era el 2 de enero de 1851. Este accidente traumatizó a toda la familia. El padre sufrió un derrame cerebral y una de las hermanas casadas comenzó poco después a perder el movimiento y quedó inválida por el resto de su vida. Sólo la profunda fe de toda la familia los ayudó a salir adelante en tan difícil prueba.

Su intenso y exclusivo amor a Dios no hizo del padre Seelos una persona triste o aislada. Sobresalía precisamente por la capacidad de acogida y de comprensión. Muchas personas declararon más tarde que habían encontrado en él un sacerdote celoso, atento, preocupado por los enfermos, de palabra clara y convincente, hombre de oración, feliz en su vocación religiosa, sacerdotal y misionera. Se cuentan, incluso, hechos portentosos obrados por su intercesión, pues eran muchas las personas que venían a buscarlo convencidas de que él hacía milagros. Como el hombre inválido que llegó al despacho parroquial apoyándose en sus muletas y pidiéndole que lo bendijera y lo curara. El párroco Seelos le contestó que él no tenía tal poder. Entonces el enfermo arrojó las muletas por la ventana y dijo que no se iba sin antes recibir una bendición especial. Seelos tuvo que darle la bendición... y el hombre se curó y salió caminando.

 

GUÍA ESPIRITUAL Y SACERDOTAL

En marzo de 1854 pasó Seelos de la parroquia de Pittsburgh a la de Baltimore. Una vez más se distinguió por la capacidad para involucrar a sus cohermanos en la pastoral y por su disposición para acoger a todas las personas, de manera especial en el sacramento de la reconciliación. Su confesionario era el más cercano a la entrada de la iglesia y el más frecuentado. Eran tantos los que lo buscaban, que, en expresión de algunos penitentes suyos, había que esperar dos o tres horas para lograr el turno.

El hermano portero sabía que, en las horas de la noche, el párroco era el primero en llegar a la puerta apenas sonaba la campanilla de los enfermos. Se justificaba diciendo que tenía un sueño liviano, pero en realidad pasaba largas horas rezando ante el Santísimo. Una noche fue llevado para atender a una mujer gravemente enferma y al subir por las escalas se percató de que estaba en una casa de prostitución. Le explicaron que sí era verdad lo de la enferma y siguió adelante. Al día siguiente, un panfleto divulgó la noticia de que un importante sacerdote había sido visto entrando en una casa de dudosa reputación. Cuando alguien le mostró el recorte de periódico, Seelos se rió y dijo: «Déjelos que chismorreen; yo, por mi parte, he salvado un alma».

La animación de la comunidad y las actividades parroquiales ocupaban totalmente su agenda. Seelos dirá: «Ya ni sabía si estaba yendo o viniendo». Pero había que encontrar tiempo extra para la predicación de retiros y de misiones, las visitas a los enfermos, las capellanías, las confesiones en los conventos de la ciudad. Porque no era capaz de negar un servicio a las religiosas, a las que admiraba por su trabajo y compadecía por la dificultad en encontrar buenos capellanes. De manera especial estimaba a las Hijas de San Vicente, las Religiosas de Nuestra Señora, las Carmelitas y las Hermanas de la Providencia (que se dedicaban sobre todo a la educación de los afroamericanos).

Seelos cayó enfermo el 7 de marzo de 1857. Era un sábado por la noche y estaba confesando, cuando empezó a sentir frío; poco después tuvo el primer vómito de sangre. Pasaron los días sin gran mejoría. Mientras tanto, el padre Poirier, que estaba también gravemente enfermo, ofreció la vida para que el párroco se aliviara y así sucedió. Poirier murió el dieciocho; al día siguiente, Seelos se sintió mejor y cesaron los vómitos de sangre. El médico obligó al padre Seelos a quedarse en cama todavía por algunas semanas y él lo aceptó con la mejor filosofía: «Estoy en el cielo; dichosa enfermedad que me ha permitido recuperar el vigor espiritual y el fervor». El 28 de marzo y, para evitar una recaída, el superior provincial destinó al maestro de novicios como superior y párroco en Baltimore y trasladó a Seelos al noviciado en Annapolis, Maryland.

Era la segunda vez que desempeñaba el oficio de maestro de novicios. Pero en esta ocasión fue sólo por unas semanas, pues entre los estudiantes redentoristas de filosofía y teología surgió una crisis contra el prefecto, al que consideraban incapaz de comprender a los nativos norteamericanos. Se buscaba un reemplazo que fuera prudente, de corazón paternal, experimentado. Y ese hombre era Seelos.

El «descanso» en medio de los novicios duró sólo hasta el 21 de mayo. Ese día viajó a Cumberland. La nueva comunidad estaba compuesta por cuatro padres, ocho hermanos coadjutores y cuarenta y dos estudiantes. En pocos meses el número de estudiantes llegó a sesenta, lo que complicó las condiciones de alojamiento y multiplicó el trabajo de Seelos, que se desempeñaba como párroco, superior de la comunidad, profesor de Teología dogmática y exégesis y prefecto de estudiantes.

Los apuntes de clase demuestran que Seelos no era «profesor de un sólo libro», sino que le gustaba leer, comparar opiniones, profundizar en los temas, sobre todo en la Teología dogmática, que era su materia preferida. Decía que la Teología da luz de sol mientras que la filosofía da luz de velas, y que la Teología hace mirar hacia arriba y da ánimo, mientras la moral hace mirar hacia abajo y nos recuerda las miserias humanas.

¿Cómo encontraba tiempo para todo? No lo sabemos. Lo cierto es que fue muy apreciado como profesor; estuvo siempre disponible para atender a los estudiantes, incluso cuando interrumpían su estudio o sus rezos; salía con ellos a los paseos, reía de buena gana, nunca perdió la paciencia, mantuvo la serenidad en los momentos de crisis, predicaba con entusiasmo, convencía en sus conferencias espirituales, favorecía las iniciativas de los jóvenes y los defendía de las críticas de los mayores.

En 1859 y 1862 fue nombrado nuevamente Superior y prefecto del seminario mayor. Y por las crónicas sabemos que también encontraba tiempo para participar en misiones parroquiales.

 

SORTEANDO TEMPESTADES

El 6 de enero de 1860 fallecía en la calle, exhausto de trabajo, su amigo y compañero Juan Neumann, entonces obispo de Filadelfia. Pocos meses después, el obispo de Pittsburgh presentó ante la Santa Sede la renuncia irrevocable a la diócesis y señaló al padre Seelos como el más indicado para sucederle. Lo consideraba hombre piadoso y capaz de tomar decisiones; el hecho de haber nacido en Alemania no le parecía una objeción, pues se entendía bien con los irlandeses y los nativos americanos: «Baste decir que ha sido durante años confesor muy aceptado entre las Hermanas de la Misericordia». Otros candidatos indicados por el obispo eran el irlandés Dolan y el español Domenec.

En un principio Seelos se tomó como una broma el rumor de esa candidatura; pero, al ver que las cosas iban en serio, decidió escribir directamente al superior general de los redentoristas, padre Mauron, y al Papa Pío IX, exagerando las dificultades de la diócesis y sus propias limitaciones. Mientras tanto, solicitó a sus amistades y familiares que rezaran hasta que pasara la tormenta. Y a los estudiantes de Cumberland les prometió un día de recreo si se libraba de tal amenaza. Seguramente Dios escuchó sus plegarias y la Santa Sede prefirió el camino más diplomático, pues el nombramiento episcopal no fue para el alemán ni para el irlandés, sino para el español Domenec. La comunidad del estudiantado respiró satisfecha e hizo una gran fiesta el 13 de noviembre de aquel año. Seelos concluyó diciendo: «Prefiero ser obispo de mis queridos hermanos estudiantes que obispo de Pittsburgh».

Otra tempestad que debió afrontar fue la guerra entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos, que comenzó en abril de 1861. Dos meses después, la ciudad de Cumberland, a causa de su posición estratégica, era tomada por las tropas unionistas al mando del coronel Lewis Wallace, famoso más tarde por su novela Ben Hur. La ciudad se convirtió en una base militar. Esta situación afectó al seminario, no sólo porque algunos se pusieron a favor de uno u otro bando, sino también porque el lugar se volvió un campo de batalla y las tropas quisieron expropiar la casa para utilizarla como hospital militar. Además, porque todos los hombres entre veinte y cuarenta y cinco años (Seelos incluido) podían ser llamados por ley a tomar las armas, como de hecho sucedió el 3 de marzo de 1863. La única alternativa era pagar trescientos dólares por cabeza y, ciertamente, no tenían tal cantidad de dinero.

Seelos, que era superior de la casa y consultor provincial, se apresuró a buscar una solución. Lo primero fue el traslado de los estudiantes a la casa de Annapolis, donde había menos peligros y más comodidades de alojamiento. Considerando que se librarían más fácilmente del alistamiento los sacerdotes que los seminaristas, fueron ordenados los estudiantes de los últimos años de Teología: veinte en una sola ceremonia. También se apeló ante las autoridades para obtener la exención del servicio militar; Seelos fue incluso hasta el presidente de la nación, Abraham Lincoln, con quien tuvo una audiencia positiva pero no definitiva. Finalmente, la manera para no participar directamente en la guerra fue un «truco legal» en las oficinas de reclutamiento. Notando que las autoridades de Annapolis eran más estrictas que las de Frederic, ante las cuales debían inscribirse todos los de Cumberland, se hizo transferencia en la inscripción de los seminaristas. Los registradores de Frederic los anotaron como si siguieran en Cumberland... y ninguno de los jóvenes fue llamado a las armas.

La última tempestad fue interna. No faltó quien escribiera a Roma, al superior general, acusando a Seelos de ser demasiado benévolo con los formandos. Por eso, a finales de 1862, llegó de Holanda un prefecto de estudiantes más severo, y el padre Seelos quedó como superior de la comunidad y profesor de Teología.

 

COORDINADOR DE MISIONES PARROQUIALES

Desde septiembre de 1863 hasta mediados de 1865 Seelos ejerció el cargo de superior de misiones, es decir, responsable de la organización de las misiones itinerantes en diversas parroquias. Regresaba así a su ocupación preferida: la predicación misionera. Aunque hubiera deseado verse libre de la dirección del equipo misionero, pues se sentía más a gusto obedeciendo que dando órdenes.

Dado que en ese entonces la mayoría de los redentoristas provenían de diversas regiones de Europa y de diferentes tradiciones misioneras, uno de los esfuerzos realizados durante este período fue el de  llegar a una cierta unanimidad en el método y los contenidos de la predicación misionera en los Estados Unidos. El padre Seelos, con mucha cordialidad y claridad, se preocupó especialmente por moderar los tonos altisonantes y los gestos bruscos de algunos misioneros, que asustaban y apartaban a la gente en lugar de atraerla.

Las crónicas de las misiones lo presentan predicando en diversos lugares de la franja centro oriental de los Estados Unidos: Missouri, Illinois, Michigan, Ohio, Pennsylvania, New Jersey, New York y Rhode Island. Se trata de misiones en grandes ciudades y también en pequeñas poblaciones; para comunidades católicas numerosas o para pequeños grupos desorientados; en zonas florecientes económicamente y en áreas muy pobres en aquel entonces. En algunas partes, la gente concurría a la misión desde treinta o cuarenta kilómetros de distancia. Y no pocas veces hubo que alargar los días de la predicación y de las confesiones para poder responder a las exigencias y necesidades de la gente. Los frutos fueron siempre superiores a las expectativas.

Al igual que en sus apuntes de clase,  en sus esquemas de sermones y conferencias (seis cuadernos) se puede ver el modo de cómo componía las predicaciones y los temas a los que daba más énfasis: amor a Dios, gravedad del pecado, la muerte, la misericordia divina, los peligros en la vida de fe. También aparece con frecuencia el tema del ministerio sacerdotal, porque era muy solicitado para retiros al clero. Siempre con la característica de la simplicidad. De ahí que no haya que buscar en ellos erudición, sino sinceridad y capacidad de convicción.

A comienzos de 1865, durante unas misiones, su salud se vió afectada y se temió que le repitieran los vómitos de sangre. Por eso, en agosto de ese año, lo trasladaron a la parroquia redentorista de Detroit; aunque no llegó allí hasta finales de año por sus muchos compromisos: retiros al clero de Chicago (en julio), de Buffalo (en septiembre), misiones en la catedral de Saint Louis en Cincinnati (octubre), predicaciones en Dayton y Toledo, Ohio (noviembre).

Tantos recorridos misioneros le permitieron conocer de cerca los diversos grupos humanos que llegaban a Estados Unidos y, con duro trabajo, comenzaban a construirse un futuro y a organizarse como comunidad creyente. Hubiera deseado que dieran a lo segundo, la vida de fe, tanta importancia como daban los colonos a la organización material y al rendimiento económico. Por eso, una vez que perdió una maleta y, gracias a la red de comunicación entre las estaciones, fue recuperada al día siguiente, comentó: «Si los americanos fueran tan hábiles en las cosas del espíritu como lo son en los negocios, todos serían Santos».

En Detroit, a donde llegó para descansar, sólo estuvo diez meses. Al partir, la gente le hizo una despedida solemne, como si hubiera trabajado allí muchos años. La verdad era que había tenido tiempo para todos. Y el párroco, que estaba tal vez un poco celoso de tantas muestras de afecto, quedó convencido al recibir de Seelos la larga lista de enfermos que asistía con regularidad.

 

VENGO PARA MORIR EN NUEVA ORLEANS 

El 26 de septiembre de 1866 entraba Seelos en Nueva Orleans. Había vivido con intensidad sus cuarenta y siete años, siempre con la mirada puesta en Dios, y ya presentía la muerte. El cronista de la casa comenta: «Hoy, a las ocho y cuarto de la noche ha llegado aquí el padre Seelos... Más parece un novicio que un padre veterano. Su ejemplo nos confunde y nos hace desear haber sido mejores y más humildes, más auténticos redentoristas».

Nueva Orleans era una ciudad de doscientos mil habitantes, con una tasa alta de mortalidad a causa de diversas calamidades, sobre todo la fiebre amarilla. Incluso varios redentoristas habían muerto víctimas de esa epidemia: cinco en 1853 y dos en 1858. Seelos, que venía precedido por una amplia fama de santidad, llegaba como refuerzo especial, ya que podía expresarse en las tres lenguas que se usaban en la pastoral: inglés, francés y alemán.

No tuvo que esperar mucho para encontrar trabajo, pues los redentoristas estaban encargados de tres parroquias, a poca distancia una de otra. Y a Seelos le fue confiada la de Santa María, que era la de los inmigrantes alemanes, aunque sin dejar de ejercer su ministerio en las otras iglesias. Una vez más se distinguió por su cordialidad hacia todas las personas y su disponibilidad para el confesionario. A un padre, que lo acusaba de perder escandalosamente el tiempo atendiendo una anciana excéntrica, Seelos le respondió: «No hago mal en acoger con bondad a todos, sin hacer distinciones. Lo escandaloso fuera que a unos los recibiera amablemente y a otros con brusquedad».

Por toda la ciudad se difundió el prestigio del padre Seelos como confesor y guía espiritual. Y comenzaron a correr historias sobre el poder milagroso de su oración. Que el señor Jorge le llevó su hija de tres años, atacada por fiebres que ni los doctores podían aliviar, y el padre había orado por ella y había pedido a la familia que se reuniera para rezar; la niña poco a poco se había restablecido. Que la lavandera de la parroquia había sido atropellada por un tranvía y, después de varias semanas en cama, sin poder moverse, le había pedido  al padre Seelos que no la dejara morir así; el padre rezó por ella y al día siguiente la señora se levantó sana y llena de ánimo, convencida de la santidad del padre Seelos. Y como estos, muchos otros testimonios.

En septiembre de 1867 se declaró otra epidemia de fiebre amarilla en la ciudad, que mataba diariamente entre cincuenta y sesenta personas. El trabajo de los misioneros se concentró sobre todo en las visitas a los enfermos y en el consuelo a los supervivientes. El día diecisiete, al volver a casa para el mediodía, Seelos sintió que le faltaban las fuerzas. Aún así, fue a atender a un enfermo y, al volver, a las tres de la tarde, ya no pudo más y tuvo que ir a la cama. No volvería a levantarse. Su salud, que a ratos parecía mejorar, estaba empeorando. Como empeoraba la situación en la ciudad: el día veinticuatro los hubo ochenta y tres muertes.

La gente estaba pendiente de la salud del «santo sacerdote». Venían a preguntar a la portería, o se informaban por el  periódico, que publicaba un boletín diario sobre el estado de salud del padre Seelos. Eran muchos los que traían objetos de piedad para hacerlos bendecir  por él. A principios de octubre, el padre Seelos empeoró y empezó a tener momentos de delirio. Repetía insistentemente las oraciones del comienzo de la misa: «Introibo ad altare Dei», o iniciaba un sermón en alemán, francés o inglés. Mientras tanto, la casa se volvió como un hospital, porque otros tres miembros de la comunidad cayeron gravemente enfermos. Sería un duro golpe y un gran ejemplo para los redentoristas, cuando recibieron la noticia del fallecimiento de éstos tres y de Seelos en la misma semana, todos víctimas del servicio a los moribundos.

El día cuatro, en las horas de la tarde, el rector convocó al resto de la comunidad para rezar en la habitación del padre Seelos, pues se veía que llegaba el último momento. Se entonaron las oraciones de recomendación del alma, mientras se rociaba agua bendita en la habitación y se acercaba a los labios del moribundo un Santo Cristo o una estampa de la Virgen para que los besara. Al preguntársele si quería que cantaran algo, asintió con la cabeza y se entonaron dos de sus melodías preferidas. Entonces su rostro se iluminó y entregó el espíritu al Padre Dios. Eran las seis menos cuarto de la tarde del día 4 de octubre de 1867.

 

FRANCISCO JAVIER SEELOS, HOY 

Seelos será uno de los últimos beatos del segundo milenio, beatificado el 9 de abril de 2000, mejor, uno de los más recientes testigos del primado de Dios. Porque toda su vida nos recuerda que el amor, la compasión y el perdón, en nombre de Jesucristo, tienen la última palabra, aunque parezca que el odio y la violencia son más fuertes.

En una lectura «sin glosa» del evangelio que él hizo vida podemos destacar algunas lecciones prácticas para hoy:

  • Partir de lo positivo. Comenzar el día con optimismo, mirar a los demás con actitud sincera y bondadosa. Se podría decir que, por formación familiar, Seelos tenía una predisposición para entusiasmarse con las cosas buenas que veía o podía esperar. No pertenecía a su modo de ser el mostrarse amargado o el lamentarse ante las adversidades; en los momentos más dificiles se refugiaba en la oración y su confianza en el Señor le devolvía la sonrisa.

  • Tener una razón para vivir y sacrifíicarse por ella. No se trata de crearse ilusiones sino de forjarse ideales. Francisco Javier  sabía lo que quería y luchó siempre por  realizar ese objetivo, que en su caso fue entrega generosa a la evangelización de los inmigrantes en Estados Unidos. Por eso se distanció de su familia; abandonó su patria y afrontó mil dificultades, incluso la muerte. No se guió por una quimera ni quiso  convertirse en un héroe. Se preocupó por  dar solidez a los motivos de su vocación  y se esforzó por vivirla en la solidaridad de un equipo misionero.

  • Ser sensible a los problemas ajenos, escubrir la realidad de los demás. No se trata de captar la atención o la voluntad del otro, sino de mirar dentro de su mundo y comprenderlo en la medida de lo posible. El prestigio que Seelos tenía como confesor y guía espiritual viene de ahí. No era el perdonador fácil, que relativiza todos los problemas. Era exigente. Pero comprendía cada situación. Cuando algunos afroamericanos indeseables de Nueva Orleans venían a buscarlo, él solía decir a los que los evitaban: «Ellos no se comportan bien, pero son buenos».

  • Vibrar con la religiosidad de la gente sencilla, con una espiritualidad descomplicada. Gozar con las cosas simples y desprenderse de todo lo superfluo. Seelos amaba la pobreza como búsqueda de lo esencial y también como solidaridad con los más pobres. Y si algo le ofendía entre sus discípulos era la ambición de las cosas materiales y el deseo de confort y de prestigio.

  • Mirar más allá de las realidades presentes, proyectados más hacia el futuro que hacia el pasado. Uno de los temas constantes en las poesías y las cartas de Seelos es el de la felicidad eterna en el cielo. No se sentía identificado con un pedazo de tierra, aunque recordara con cariño sus montañas de los Alpes; se había vuelto misionero de un nuevo mundo y, sobre todo, ciudadano del infinito. Él nos enseña a construir la ciudad terrena, sin dejar de mirar con anhelo y con nostalgia hacia la patria del cielo. En una sociedad que peca de miopía, porque no quiere ver más allá de lo que toca y le satisface, el seguidor de Cristo tiene que dar razón de su esperanza, es decir, luchar para que en esta tierra sean derribadas las barreras que separan y se construyan puentes que acerquen a las personas y anticipen la felicidad eterna.

Los años transcurridos desde la muerte de Francisco Javier Seelos no han cancelado su recuerdo; más bien han servido para darnos la distancia necesaria y poder mirar el cuadro completo de su vida como fidelidad a Cristo en la total dedicación a la obra misionera de la Iglesia. Seelos nos invita a anunciar con él un futuro mejor, un nuevo mundo «sin tristezas ni llanto». Quiera Dios que al abrir las puertas del nuevo milenio abramos también las puertas a la bondad y al perdón en nombre de Cristo, hecho reconciliación para todos.

 

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